Por Spencer Cohen/ The New York Times
El Presidente ruso Vladimir Putin tiene la peligrosa costumbre de amenazar al resto del mundo con una guerra nuclear cuando no recibe el respeto geopolítico que cree merecer. Esto continúa sucediendo mientras prolonga la guerra en Ucrania.
Las amenazas comenzaron tan pronto como se inició la invasión. Era el 24 de febrero del 2022, y Putin envió sus tropas a Ucrania, advirtiendo a Occidente que una respuesta tendría consecuencias “como nunca antes han visto en toda su historia” —una velada amenaza nuclear. Su reiterado chantaje nuclear durante los días, meses y ahora años siguientes ha contribuido a elevar el riesgo de una guerra nuclear al nivel más alto en décadas.
Si actuara, incluso si lanzara una sola ojiva táctica contra Ucrania, los efectos serían catastróficos: decenas de miles de personas, si no es que muchas más, morirían. La economía mundial podría colapsar. Y el tabú nuclear, que se ha mantenido precariamente desde 1945, desaparecería. El uso de armas nucleares podría significar, como afirmó el propio Putin, “la destrucción de nuestra civilización”.
Todo esto suena terrible. Pero, ¿podemos realmente imaginar cómo sería?
Contra este telón de fondo, no puedo dejar de pensar en una escena de la nueva película “A House of Dynamite”. Un oficial de la Marina estadounidense está sentado en una limusina con el Presidente de Estados Unidos mientras un misil de origen desconocido se dirige a toda velocidad hacia el País. El oficial, tras sacar una carpeta, dice que el Ejército “solicita autorización para iniciar un contraataque”.
Su tono mecánico y pragmático oculta la gravedad del momento: la carpeta está repleta de posibles blancos al otro lado del mundo para misiles estadounidenses con ojivas nucleares. Pero el espectador nunca llega a saber si el misil alcanza su objetivo en EU o si el Presidente responde de la misma manera. Se habla de la película como una advertencia, pero al final, da la espalda. Yo argumentaría que lo que podría haberse concebido como un rechazo artístico al espectáculo es una negligencia del deber moral, una incapacidad para representar vívidamente las consecuencias de la aniquilación nuclear.
Desde el fin de la Guerra Fría, los cineastas de Hollywood han apartado la vista en gran medida de la cruda realidad de la devastación nuclear. Aquello que nos revuelve el estómago y nos impulsa a salir a las calles gritando “¡No a las armas nucleares!” suele ocurrir fuera de cuadro. Esto puede resultar sorprendente dada la facilidad con la que los cineastas están dispuestos a destruir los monumentos de Nueva York para una guerra de superhéroes.
Pero nuestra tarea, y quizás nuestra única esperanza para no autodestruirnos, reside en “imaginar lo real”, es decir, enfrentar la grotesca realidad de la muerte nuclear. Eso es lo que argumentó el recientemente fallecido psiquiatra Robert Jay Lifton en la década de 1980, cuando los arsenales estadounidense y soviético alcanzaron magnitudes astronómicas, una abstracción incomprensible que nos insensibilizó. “La conciencia, entonces, implica el pleno funcionamiento de la imaginación”, escribió. “Significa imaginar el peligro real, pero también imaginar posibilidades más allá de ese peligro”.
“Oppenheimer”, la otra película seria reciente retratada como la imagen de nuestra destrucción nuclear, no hizo una mejor labor en mostrarnos el costo humano. Según mi cuenta, la cinta sólo plasma los efectos de las armas en Japón en dos ocasiones: a través del rostro de J. Robert Oppenheimer, el creador de la bomba, y de sus compatriotas, al ver imágenes de Japón, donde Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas. Y a través de su alucinación, cuando imagina la piel de una mujer desprendiéndose y un cuerpo carbonizado en el suelo.
La última vez que la posibilidad de una aniquilación nuclear se cernió visiblemente sobre la humanidad, durante la Guerra Fría, películas como “Testament”, “Threads” y “El Día Después” plasmaron en pantalla la temida devastación y contribuyeron a mover a la opinión pública contra los crecientes arsenales nucleares. Un estudio de 1989 arrojó que en las semanas posteriores al estreno en 1983 de “El Día Después”, la gente era más propensa a estar a favor de unirse al movimiento antinuclear que antes de verla.
Los efectos reales de los bombardeos estadounidenses de Hiroshima y Nagasaki han permanecido en gran medida sin representar en el cine estadounidense. “Bombshell”, un nuevo documental sobre el intento inicial de Estados Unidos de controlar la narrativa sobre estas armas, muestra cómo la primera gran película de Hollywood sobre la bomba, un docudrama de 1947 titulado “The Beginning or the End”, fue en gran medida una obra de propaganda.
“Hiroshima: Out of the Ashes”, una película de 1990 sobre el lanzamiento de la bomba, y “White Light/Black Rain: The Destruction of Hiroshima and Nagasaki”, el documental de Steven Okazaki del 2007, son dos que tuvieron el valor de mostrar lo sucedido. Pero los esfuerzos por retratar las consecuencias de esas bombas estadounidenses en ocasiones han suscitado críticas de que hacerlo es de alguna forma antipatriótico. En EU, la Segunda Guerra Mundial sigue siendo la “guerra justa”, aunque encuestas recientes muestran que los estadounidenses tienen opiniones encontradas sobre los bombardeos.
Existe el temor de que retratar horrores nos insensibilice a la brutalidad en la pantalla. También corre el riesgo de minimizar la gravedad. “El Día Después” finalizaba con un rótulo que indicaba que los eventos representados eran, “con toda probabilidad, menos graves que la destrucción que ocurriría en caso de un ataque nuclear total contra Estados Unidos”.
Ahora, el director James Cameron se prepara para dirigir una adaptación cinematográfica de los libros “Ghosts of Hiroshima” y “El Último Tren de Hiroshima”, sobre Tsutomu Yamaguchi, sobreviviente de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Podría romper la aparente censura inconsciente de Hollywood contra lidiar con las terribles secuelas en ambas ciudades.
Sin embargo, incluso Cameron ha dicho que aún dilucida cómo “proteger al público del horror sin dejar de ser honesto”. La triste realidad sobre Hiroshima y Nagasaki es que la descripción más honesta resultaría incómoda. Ese enfrentamiento con la realidad es lo que necesitamos para evitar que el pasado se convierta en nuestro futuro.
Spencer Cohen es asistente editorial de Opinión de The New York Times. Comentarios a intelligence@nytimes.com.
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