Por Kim Cordova / The New York Times
CIUDAD DE MÉXICO — Uno de los eventos más anticipados de la Semana del Arte de la Ciudad de México en febrero prometía ser una colisión surrealista de arquitectura, arte de performance, poder, privilegio —y caballos. Marina Abramovic, la abuela del arte de performance, presentaría sus obras más recientes en una casa y caballeriza diseñados por Luis Barragán, el famoso arquitecto mexicano de mediados del siglo 20.
Mientras una multitud adinerada se arremolinaba en el corral de la Cuadra San Cristóbal, la propiedad de Barragán en las afueras de la Ciudad de México, el personal del evento repartió gorras de beisbol rosas con las palabras “La Cuadra”.
Ese es el nuevo nombre de la propiedad, que se convertirá en un centro cultural.
Sin fanfarrias, tres caballos alazanes emergieron de la caballeriza, sus jinetes vestidos completamente de negro y portando banderas blancas adornadas con la frase “El arte es oxígeno”. Detrás de ellos estaba Abramovic, vestida de negro con un traje de Comme des Garçons y acompañada por Pablo León de la Barra, un curador de arte latinoamericano del Museo Guggenheim de Nueva York, que la protegía con un gran paraguas rojo. Ella se sentó en una silla sobre una pequeña plataforma frente al emblemático muro rosa de Barragán.
Los caballos comenzaron a trotar alrededor de Abramovic y León de la Barra. Con equipos de filmación, un dron y teléfonos celulares documentándola, ella leyó su manifiesto. Algunos puntos destacados: “Un artista debe tener enemigos. Los enemigos son muy importantes”; “Un artista debe morir conscientemente, sin temor”; “No olviden que tenemos arte, y el arte es oxígeno”.
Una vez que la multitud tomó asiento, en una larga fila de mesas dispuestas con orbes plateados, se acercó una mujer vestida de rojo. Era la última intervención performativa de Abramovic, una cantante de ópera que cantó el menú de la comida. “Taco, taco, taco, taaaacoooo”, cantó mientras pasaba zumbando un dron con cámara.
Los dos días de programación —también hubo un taller de performance de un día— tenían como objetivo celebrar el anuncio del nuevo centro cultural La Cuadra, encabezado por Fernando Romero, empresario y arquitecto.
Pero en lugar de ofrecer una colaboración que combinara la visión de dos grandes artistas, uno serbio y el otro mexicano, los dos días presentaron una serie de happenings desconcertantes que rezaban más como una parodia de la relación entre artista y mecenas. El aspecto más notable fue que Abramovic y Romero —representando el legado de Barragán— demostraron no estar interesados el uno en el otro.
La fama de Abramovic se deriva de su labor pionera en el arte del performance. Sus primeras obras pusieron a prueba los límites de su cuerpo, su resistencia emocional y su relación con el espectador. En Nueva York, su retrospectiva y performance del 2009 en el Museo de Arte Moderno, “La artista está presente”, en la que se sentó en silencio durante ocho horas al día (durante tres meses) e invitaba a los visitantes del museo a sentarse y mirarla a los ojos, consolidó su posición en la cultura pop.
Romero invitó a Abramovic, de 78 años, a realizar nuevas obras para celebrar a La Cuadra.
Abramovic no consideró que sus intervenciones en México fueran obras de arte —ni el taller ni el manifiesto que leyó mientras los caballos desfilaban por el corral.
“Sabes, es algo que realmente odio”, dijo más tarde. “Todo el mundo piensa que todo lo que hago es un performance. Un manifiesto es un manifiesto. Una conferencia es una conferencia”. (Habló a los participantes durante el evento).
Es difícil saber dónde yace la línea entre su espiritualismo como investigación artística y la iluminación a la venta. Esta línea se volvió más confusa por la torpe colaboración con La Cuadra.
Con la belleza de la obra de Barragán reducida a un telón de fondo, el proyecto se percibía como transaccional. No un gran comienzo para el futuro de La Cuadra.
Si había espiritualidad aquí, era más una bolsa de regalo de marca que una exploración del alma humana.
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