Funerarios en Sinaloa enfrentan la peor crisis en años

En medio de la guerra del cártel, los trabajadores funerarios en Culiacán viven el día a día entre muerte y dolor, con más de 1,900 víctimas en el último año

  • 07 de noviembre de 2025 a las 20:12
Funerarios en Sinaloa enfrentan la peor crisis en años

Por Paulina Villegas / 2025 The New York Times

CULIACÁN, México — Cuando Ramón Soto llegó a la escena del crimen, el hombre herido se estremecía, ensangrentado y apenas con vida. Una mujer cercana cayó de rodillas, llorando desconsoladamente, y en el suelo yacía un póster con la advertencia de un cártel de la droga: “Ya saben quién sigue”.

Sin embargo, Soto no mostró emoción alguna cuando el hombre quedó inmóvil. “Está muerto”, dijo. “Está muerto”. Luego le preguntó a la mujer que sollozaba si era familiar y necesitaba servicios funerarios.

Para la discreta fraternidad de trabajadores funerarios del Estado mexicano de Sinaloa, su profesión ahora los coloca en el centro de la matanza que azota a su Estado. Las facciones rivales del Cártel de Sinaloa, uno de los grupos criminales más poderosos del mundo, se pelean el control de su imperio multimillonario. El Gobierno mexicano, bajo intensa presión del Gobierno de Trump, también ha iniciado una ofensiva agresiva contra el cártel.

Un trabajador funerario (izq.) ayuda a recuperar un cuerpo en las afueras de la ciudad de Culiacán, México.

La batalla ha sembrado caos en el Estado, dejando más de mil 900 muertos y 2 mil desaparecidos durante el último año, arrojan datos oficiales.

Para los apenas 30 trabajadores de las funerarias de Culiacán, la capital del Estado, la labor de transportar a los muertos, ya sean sicarios del cártel o civiles inocentes, nunca ha sido tan intenso ni tan difícil de sobrellevar.

“Vivo junto a la muerte, día tras día”, dijo Josué Nahum García, empleado en la Funeraria San Martín. “No sólo la veo a diario, sino que también la siento —en el dolor y las lágrimas de las familias que han perdido a sus seres queridos”.

García dijo que en sus 14 años de trabajo nunca había visto nada como lo del año pasado en la magnitud de la violencia. En septiembre, dijo, él y sus compañeros recuperaron 262 cuerpos —la mitad víctimas de homicidios violentos.

A veces, García, de 40 años, puede parecer inmune al hedor de la muerte. Pero algunos días son más difíciles que otros. Hace unos meses, lo llamaron a una escena donde, al interior de un auto acribillado a balazos, encontró los cuerpos de un padre y sus dos hijos, de 14 y 8 años. La policía le dijo después que unos pistoleros del cartel le habían hecho señas al padre para que se detuviera y que, presa del pánico, aceleró.

Al regresar a casa, dijo García, se encerró en el baño y lloró, intentando ahogar el sonido para que su esposa e hija no lo oyeran.

Pese a la fuerte factura psicológica, los trabajadores afirman hallar un propósito, incluso consuelo, en sus labores, brindando dignidad a familias marcadas por la violencia.

“La mayor satisfacción llega cuando un familiar se acerca y me dice, ‘Gracias, se ve tan tranquilo, como si estuviera dormido’”, dijo Germán Sarabia, de 55 años, cuyo trabajo incluye embalsamar cuerpos.

Los trabajadores funerarios dicen que aunque la guerra ha aumentado sus ingresos mensuales hasta en un tercio, del equivalente de unos 730 dólares a unos mil, este dinero extra conlleva un alto costo emocional. Entre las víctimas de la violencia del cártel han figurado padres, madres, niños camino a la escuela y maestros. Los han encontrado en canales, campos abiertos, tendidos en el pavimento y dentro de autos en marcha.

Muchos trabajadores funerarios afirman que es una labor que simplemente hay que hacer.

“Es un servicio que alguien tiene que prestar”, dijo Javier Aragón, de 36 años, quien trabaja en la Funeraria Emaús. “No juzgamos si fueron buenas o malas personas; son personas y sus familias necesitan nuestros servicios”.

Los empleados han encontrado compañerismo en las dificultades del trabajo. A menudo, pasan más tiempo juntos —en traslados, esperando afuera de morgues y hospitales, a veces en turnos de 24 horas— que con sus familias.

Hace una década, Guillermo Torres Rangel, un trabajador funerario, fue llamado a un auto encontrado sumergido en un canal en las afueras de Culiacán, con el cuerpo de una mujer flotando cerca. Al llegar, examinó el cuerpo para determinar la posible causa de muerte.

El cuerpo era el de su hermana menor, desaparecida tres meses antes.

Su cuerpo había comenzado a desintegrarse tras semanas bajo el agua. Pero reconoció el pequeño trozo de encaje negro que su madre había cosido en la ropa interior que usaban sus hijas.

Torres, que ahora tiene 45 años, se desmayó. Pasó meses deprimido y dejó la funeraria.

“Quería mi propia muerte”, recordó. “No quería lidiar con la de nadie más”.

Pero después de nueve años, la necesidad lo obligó a regresar. Necesitaba trabajo y la funeraria estaba contratando.

© 2025 The New York Times Company

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