El Paraíso, Honduras.— Mientras muchos viajan buscando mar, hay quienes prefieren subir a donde el clima baja, los paisajes se abren y el aire se respira más limpio.
En el oriente de Honduras, el departamento de El Paraíso se convierte en un respiro natural durante la Semana Morazánica, una pausa que no necesita espectáculos, solo camino, tiempo y buena compañía.
El viaje inicia en una geografía que combina montaña, bosque seco, cafetales, laderas con huertas y pueblos que, sin ser turísticos por definición, terminan por enamorar a quienes se detienen.
Danlí, su ciudad más poblada, es también una de las más vivas durante la semana de vacaciones.
El movimiento no es estridente ni caótico. Es otro ritmo, hay jóvenes caminando por el centro, ferias gastronómicas que ocupan las plazas, panaderías artesanales que mantienen recetas centenarias, vendedores ofreciendo rosquillas de maíz o café recién tostado.
En estas calles, cada rincón huele a historia rural y a temporada de cosecha.
Los pueblos cercanos mantienen aún ese equilibrio entre lo cotidiano y lo especial. Jacaleapa, por ejemplo, destaca por sus aguas termales, muchas de ellas en espacios comunitarios que permiten pasar el día entre baños de vapor natural y charlas al borde del río.
En sus alrededores, senderos sin intervención turística conducen a pequeñas quebradas, piscinas de piedra y puntos donde aún se cocina en leña y se descansa en sillas de madera.
Mientras tanto, Yuscarán —uno de los pueblos más conocidos del departamento— sigue siendo un referente para quienes buscan arquitectura antigua, calles empedradas y ese tipo de silencio que no incomoda.
Sus casas coloniales se mantienen erguidas frente al paso del tiempo, y desde los miradores se abre el paisaje de cerros envueltos en neblina.
Su historia minera se palpa en las antiguas estructuras del ingenio El Rosario y en los relatos que aún circulan sobre los años del auge dorado.
La presencia de la fábrica de aguardiente, aun en funcionamiento, da un giro curioso al recorrido.
La vida rural no es solo paisaje. Es también experiencia. En aldeas como Santa María, Oropolí o El Zarzal, algunas familias abren las puertas de sus parcelas para mostrar cómo se produce el café, cómo se cultiva el maíz o cómo se prepara el pan de casa.
No hay marketing ni espectáculo, solo gente que vive del trabajo en la tierra y lo comparte con naturalidad. En esta zona, el turismo todavía se siente como una visita, no como una industria.
Para quienes buscan senderos, el Parque Nacional Montecillos ofrece rutas de caminata entre bosque nublado, árboles cubiertos de musgo y la posibilidad de encontrarse con tucanes, perezosos o venados que cruzan los senderos en silencio.
Otro rincón poco conocido es la comunidad de El Chagüite, en Morocelí, rodeada de quebradas limpias y pozas escondidas que en Semana Morazánica se vuelven sitio de encuentro entre vecinos y visitantes.
En muchas de estas zonas, el feriado se vive a la sombra de los árboles, con hamacas, anafres y música que sale de un radio viejo o de una bocina improvisada. No hay afán, y eso también es parte del atractivo.
Más al sur, Güinope ofrece un perfil montañoso, frutal, con un aire campesino que se siente genuino. En sus alrededores se cultivan manzanas, duraznos y ciruelas, que se comercializan en mercados locales o en festivales que, aunque no siempre coincidan con el feriado, mantienen un ambiente de celebración agrícola.
Las pequeñas calles de su centro conectan con huertos, talleres artesanales de vinos naturales, panaderías de horno de leña y senderos ideales para caminatas suaves entre árboles frutales.
Teupasenti y Trojes, dos municipios del suroriente, se han consolidado como zonas de café de alta calidad. Aquí, algunas fincas ofrecen recorridos guiados por cafetales, procesos de beneficio húmedo, talleres de tostado y cataciones con productores locales.
También existen cabañas familiares para hospedaje, y en ciertas rutas rurales es común encontrar miradores improvisados desde donde se observa la línea divisoria con Nicaragua.
En Trojes, las ferias de café durante octubre refuerzan la relación entre turismo y agricultura con eventos comunitarios, música, gastronomía y concursos de barismo.
Vado Ancho y Liure aparecen como destinos espontáneos, especialmente en temporada de calor. Balnearios como El Zapotillo o quebradas como El Cacao y El Jícaro ofrecen ríos de agua cristalina rodeados de vegetación, pozas profundas para nadar y espacios familiares sin intervención comercial.
Alauca y Potrerillos, menos conocidos en las guías turísticas, albergan paisajes ideales para caminatas entre colinas suaves, cultivos de granos y árboles dispersos que proyectan sombra suficiente para descansar a mediodía. La vida ahí conserva el ritmo de otros tiempos: sin turismo organizado, pero con puertas abiertas.
La gastronomía tiene también su protagonismo. En El Paraíso, el café no es solo bebida: es ritual. Hay municipios donde se celebra su recolección con ferias, concursos de baristas o cataciones abiertas.
En pueblos como Teupasenti o Trojes, cafeterías pequeñas ofrecen experiencias más cercanas, sirviendo café de finca preparado por quienes también lo cultivan. A eso se suma el pan casero, los dulces de leche, las conservas, las empanadas de frijol y los anafres humeantes, especialmente en las noches frías, donde las bancas de cemento frente a las casas se convierten en puntos de encuentro.
La Semana Morazánica en El Paraíso no se vive como una temporada de consumo masivo, sino como un alto en el camino. Hay quienes prefieren perderse en sus montañas; otros solo buscan una taza de café bien servida y el tiempo para tomarla con calma.