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Poderoso caballero es don dinero

<p class=' text-left'>Como dijo Edmundo Dantés: 'Toda la sabiduría humana se resume en dos palabras: confiar y esperar', para bien o para mal. Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se han omitido algunos datos.</p>
08.01.2012

UN CADÁVER. Hace algunos años, muchos años, realmente, en una casa de montaña en las afueras de Pasadena, California, la Policía encontró el cadáver de un hombre, más bien, un muchacho, colgando del cuello en una viga del cobertizo de madera que estaba a unos cincuenta metros de la casa principal, entre una muralla de árboles.

Los especialistas forenses encontraron en la escena algunos elementos que anotaron uno a uno, dándole inicio a un misterio que terminaron archivando entre los casos sin resolver.

Cuando los padres del muchacho trajeron su cadáver a Honduras, traían también una copia del expediente del suicidio, en el que no faltaba detalle de lo que los forenses anotaron en sus bitácoras. Abrir el ataúd de metal estaba prohibido, el cuerpo empezaba a descomponerse y los padres se conformaron con verlo por última vez en la morgue, dos días antes de que se los entregaran y lo subieran al avión privado que lo trajo de regreso a Tegucigalpa. Desde aquí, el viaje por tierra fue lento y penoso, y sirvió para aumentar el dolor y la angustia de una familia que no esperó jamás que su hijo, su único hijo varón, hubiera terminado sus días de aquella manera.

Se llamaba Mario, era hijo y nieto de ganaderos y, por lo tanto, heredero de una cuantiosa fortuna, pero ahora estaba muerto, muerto a los veintidós años recién cumplidos. Se había suicidado en la flor de la vida, cuando estaba a punto de graduarse en la universidad, con tantas ilusiones y sueños por realizar, y su suicidio era algo que su padre se resistía a creer.

Cuatro años tenía de haber llegado a Estados Unidos, a estudiar, y siempre estuvo seguro de que regresaría a hacer su vida en Honduras. Pero había regresado en un ataúd.

GONZALO. La Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) estaba en pañales. Era el año mil novecientos noventa y cuatro y la sociedad esperaba que los pininos de los investigadores de Homicidios fueran los primeros pasos que convirtieran a la institución en una policía científica confiable y que, como un ave de negro plumaje, la sombra siniestra del DIN se perdiera en la atmósfera oscura de la historia. Y, aunque los hondureños siguen soñando con esto, los primeros pasos de la DNIC le ganaron muchos reconocimientos al país, en tiempos que quizás ya no volverán.

Entre los mejores hombres que tenía Wilfredo Alvarado, destacaba Gonzalo Sánchez, y fue a él que le dieron la orden de prepararse para un viaje repentino. Un avión privado había aterrizado el día anterior en Toncontín y en él llegó el cadáver de un muchacho que se suicidó en Estados Unidos.

Un carro especial esperaba a Gonzalo para llevarlo a la casa de los padres del muchacho, que deseaban hablar con un criminólogo experto después del entierro. Y, como decían los genios de las lámparas de “Las mil y una noches”, Gonzalo dijo: “Escucho y obedezco”. Esa misma noche estaba en la triste casa en que nació y creció el suicida.

Conversación. “Nosotros vamos a pagar sus honorarios”, le dijo a Gonzalo el padre del muchacho, un hombre que había envejecido prematuramente, aunque no pasaba de los cincuenta años, alto, blanco, rollizo y de dolorosa mirada.

“No debe pagarme usted nada –le respondió Gonzalo-; esto es parte de mi trabajo. Me asignaron este caso y solo cumplo con mi deber. Nada más. Me ofendería si me ofrece usted su dinero, y si lo tomo, pondría en riesgo mi empleo”.
El hombre no dijo nada. Sus ojos vidriosos pasaron del rostro de Gonzalo al suelo frío e insensible, como la losa de mármol blanco que cubría el sepulcro de su hijo.

“Este es el expediente que me entregaron en Pasadena -dijo, poniendo un legajo de papeles sobre una mesita de cedro tallado-. Me gustaría que lo analice, por si hay algo que esté fuera de lugar”.

Gonzalo miró el expediente y luego subió los ojos hasta el rostro de piedra del hombre.

“No lo entiendo muy bien -le dijo-. ¿Duda de que su hijo se haya quitado la vida?”
Las palabras de Gonzalo eran directas. El hombre no tardó en responder, reprimiendo un suspiro, soltando las palabras con los dientes apretados.

“No tenía motivos. Mi hijo no tenía motivos para matarse. ¡Jamás creería eso!”
El grito del hombre conmovió las paredes de la vieja casona de adobe. La mujer, su esposa, vestida de negro y con una chalina de seda sobre la cabeza, soltó el llanto. El hombre le cogió una mano y lloró con ella. Sus cuatro hijas, vestidas de negro, lloraban de pie y en silencio, detrás de ellos. Gonzalo tenía un nudo en la garganta. Tomó el expediente con manos temblorosas y carraspeó para aclarar la garganta. Luego dijo, poniéndose de pie:

“Mañana temprano le tendré una respuesta…”

El hombre lo detuvo.

“Usted se quedará con nosotros. Tenemos una habitación preparada para usted. Tendrá todo lo que necesite. Y le agradecería que no espere hasta mañana para darnos una respuesta”.
Gonzalo no dijo nada. Las palabras y los gestos del hombre eran imperiosos, y era difícil contradecirlo. Además, sus órdenes eran precisas. Suficiente dinero había aportado aquel hombre a la campaña del Presidente de la República como para oponerse a sus deseos. “Escucho y obedezco”.

EL EXPEDIENTE. A las cuatro de la mañana, Gonzalo tenía una respuesta. Tenía los ojos rojos, los párpados inflamados y el aliento pesado. Aparte de eso, sus nervios estaban de punta, los pasos del hombre se escuchaban claramente en su habitación y el humo sofocante del puro que fumaba se metía entre las rendijas infectándolo todo. Era hora de acabar con eso. Gonzalo salió al pasillo. Casi de inmediato, una sombra gigantesca se interpuso entre él y la luz de la sala, unos veinte metros más allá.

“¿Terminó?”

La voz del hombre era desesperada.

“Creo que sí”.

“¿Cree o está seguro?”

“Estoy seguro”.
“Entonces siéntese conmigo…”

Pasó un largo momento de silencio. El humo del puro hizo toser a Gonzalo y el hombre lo aplastó en el cenicero, luego se acomodó en su sillón, esperando a que Gonzalo hablara.

“A su hijo lo asesinaron”.

Gonzalo dice que no supo en qué momento salió de sus labios aquella frase tan directa y dura. Dice, además, que todavía recuerda el grito que salió del pecho dolorido de la mujer que acababa de entrar a la sala, como un fantasma vestido de negro. Tampoco olvida la chispa furiosa que brilló en los ojos del hombre. La mujer se tambaleó, se apoyó en una pared y, en un segundo, su esposo la tomó por la cintura y la llevó hasta un sillón donde la dejó casi desvanecida.

“Mi dolor es grande, abogado -le dijo el hombre, sentándose de nuevo frente a él-; era mi único hijo, mi mayor esperanza, y lo amaba, pero ella sufre mil veces más que yo, y su dolor hace que toda mi alma sea una llaga que no se va a curar nunca…”

Gonzalo no dijo nada. Dice que cuando escribió el informe del caso sentía el aliento hirviente del hombre en su espalda, y que sus palabras no podrá olvidarlas jamás.

RESULTADOS. “Usted dice que a mi hijo lo asesinaron…” Las palabras salían de su pecho como si salieran de ultratumba.

“Así es.”

Vino un instante de silencio. Gonzalo tosió para aclarar la voz.

“El expediente es claro. Los forenses de Pasadena hicieron un buen trabajo al documentar cada detalle de la escena, por lo que me extraña que no le dieran al caso la importancia que realmente tiene… No se trata de un suicidio, señor, ni siquiera de un homicidio. Estamos ante un asesinato, planeado y ejecutado hasta en el más mínimo detalle”.

“¿Está listo para escuchar esto?”

El hombre, que por un momento pareció de hierro, ahora temblaba, sus ojos querían salirse de las órbitas, y sus manos enormes se aferraban a los brazos del sillón hasta quedar pálidas por la fuerza que ejercían. No dijo una palabra. Gonzalo empezó:

“¿De quién es la casa donde encontraron a su hijo?”

“Es mía, señor”.

“¿Vivía él con alguien más?”

“No allí, señor; en Los ángeles, en un apartamento que compartía con un ama de llaves, una mujer que nosotros llevamos desde aquí para que lo cuidara mientras estudiaba”.

“¿Y la casa de Pasadena?”

“La compramos para estar con él cada vez que tenía vacaciones”.

“¿No venía él a Honduras en las vacaciones?”

“No”.

“¿Puedo preguntar por qué?”

El hombre se quedó mudo por un instante.
“Ese es otro asunto. Nosotros decidimos que así fuera”.

“Creo, señor, que usted me está mintiendo”.

El hombre dio un salto. Gonzalo no movió un solo músculo. El hombre se mordió los labios. Sus gestos iban diciendo más de lo que decían sus palabras. Gonzalo levantó la voz.
“Vamos a entendernos, señor. Ya sabemos que su hijo fue asesinado. Usted mismo sospechaba que lo habían matado, de no ser así no habría pedido la intervención de la Policía… Usted sabe algo que debe decirme…”

El hombre suspiró y un rugido se escapó de su pecho. Gonzalo lo atacó a preguntas:

“¿Quién pudo matar a su hijo? ¿Qué motivos tenían para matarlo? ¿Una venganza? ¿Qué hizo su hijo en Honduras para que usted decidiera que sus vacaciones las pasara en Estados Unidos? ¿Corría peligro aquí si venía? ¿Comprarle una casa de montaña era lo más seguro para él? ¿Y, por qué una casa de montaña? ¿Para que recordara la tierra donde había nacido?”

“¡Cállese! ¡Cállese! Usted está aquí para analizar ese expediente y no para…”

El chillido de la mujer lo interrumpió. El hombre bajó la cabeza. El silencio era pesado. Gonzalo se calmó un poco, se apoyó en el espaldar de la silla y esperó.

LA TESIS. “A su hijo lo sorprendieron en la casa, quizás poco después de que llegara. Digo esto porque estaba sin zapatos. Los zapatos estaban en la sala de la cabaña. Quienes lo sorprendieron lo amenazaron con algún arma de fuego porque no se ve ningún desorden en la casa que pudiera indicarnos señales de lucha. Y su hijo era alto y fornido, y quizás sabía defenderse. Le amarraron las manos hacia adelante, lo sacaron caminando y así lo llevaron hasta el cobertizo. En estas fotografías se ven los calcetines sucios y, según el laboratorio, tenían tierra y arenilla de la zona. En el cobertizo, alguien muy fuerte lo estranguló con las manos. Estas otras fotografías muestran las señales de los dedos en la piel del cuello, después lo colgaron para simular suicidio. ¿Ve el taburete que está tirado a un lado del cuerpo? Si se fija bien en esta foto, no tiene señales de que se haya parado en él, está limpio, y en la tierra del cobertizo tampoco hay señales de que las patas del taburete se hayan hundido con el peso del muchacho. En estas otras fotos hay huellas de zapatos, de los que nosotros llamamos ‘burros’. Con una lupa se puede ver que son tres tipos de huellas distintas, unas sobre otras, y todas bajo el cuerpo de su hijo. Esto significa que tres o más hombres estuvieron en el cobertizo para asesinar a su hijo. Creo que le pusieron la soga al cuello, lo levantaron, tumbaron el taburete y creyeron que así simulaban el suicidio. Si nos fijamos bien, los pies del muchacho quedan más altos, aun si el taburete se pone debajo de él… Esto significa que lo levantaron más de lo debido. ¿Ve los brazos colgando a los lados? Las manos ya no están amarradas. Cuando ya estaba colgado le cortaron la soga. Tiene varias heridas en las muñecas, heridas que no sangraron, lo que significa que el muchacho ya estaba muerto cuando las cortaron, y por la forma de esas heridas, más profundas de un lado que de otro, podemos deducir que ya estaba colgado cuando las hicieron. Otro detalle significativo es que su hijo fue estrangulado a mano limpia, le rompieron la tráquea y lo asfixiaron. Si se hubiera colgado de la soga, se habría desnucado con su peso y con la violencia de la caída, la lengua le hubiera colgado en el pecho, habría semen entre sus piernas y se hubiera defecado…”

Gonzalo tomó aire. Los primeros rayos del sol vestían la mañana de oro y los cantos de los gallos se oían a lo lejos; el olor a café recién hecho alborotaba los sentidos. El hombre estaba mudo, casi petrificado.

“Señor -dijo Gonzalo, tras un largo silencio-, creo que usted sabe quién mató a su hijo y por qué…”

El hombre pareció resucitar. Las lágrimas brotaban de sus ojos apagados. Su mano pálida acariciaba la mano esquelética de su esposa, que ya no lloraba.

“Sí… Yo sé quien lo hizo”.

“El asesino de su hijo está aquí, ¿verdad?”

La mujer respondió moviendo la cabeza hacia adelante.

“¿Qué piensa hacer? ¿Vengarse?”

“No”.

El hombre se levantó, ayudó a su esposa a ponerse de pie, y dijo:
“Es hora de desayunar. Después quiero que me acompañe. Vamos a visitar al asesino de mi hijo”.

OCHENTA AÑOS. El enorme Ford Custom se detuvo frente a un largo corredor de techo alto, y de él bajaron Gonzalo y don Mario. Los pasos del hombre sonaban en la grava con un chirrido siniestro. Se detuvieron frente a un hombre que los miraba con ojos hundidos desde una silla acolchonada. Era un anciano, de piel transparente, calvo e inválido. Su mirada era de fuego.
“Ya sé por qué venís -dijo, con voz pesada, dirigiéndose al hombre-; eso hubieras hecho cuando mi nieta se mató, desesperada por lo que le hizo tu hijo y ese otro picarito que cree que se me va a escapar… ¿Te acordás cuando mi nieta, tan dulce y tan bella, iba por las calles, desnuda, buscando con quien tener sexo, loca y desesperada, arruinada para siempre por la yohimbina que tu hijo y ese otro maldito le dieron…? ¿Te acordás cuando andábamos detrás de ella, con una sábana lista para envolverla donde la encontráramos porque iba desnuda por toda la ciudad buscando hombres para… para…? ¡Esa fue la obra de tu hijo! Le dio yohimbina la noche de la graduación y la violaron hasta que ya no aguantaron más, pero le destruyeron la vida… Vos te llevaste a tu hijo lejos… El otro sé que está en El Salvador… Vos con tu dinero… Yo con el mío… ¿Qué me vas a hacer? ¿Matarme? ¡Bah! Tengo ochenta y seis años… ¿Qué mal me puede hacer la vida? Solo voy a vivir para castigar al otro maldito…

NOTA. Sabemos que muchos lectores y lectoras, de cierta parte de Honduras, van a reconocer este caso. Nuestra intención no es abrir viejas heridas, sino rescatar este caso criminal como una muestra de que la DNIC, en sus inicios, fue una policía científica que dio buenos resultados. Muchos años han pasado desde que sucedió esto y, en honor a la verdad, aclaramos que este relato se basa en la entrevista a Gonzalo Sánchez, en la copia del informe del caso y en la conversación con dos ancianos que conocieron el caso del “suicidio” del muchacho. Sobre la muchacha y su abuelo no averiguamos nada más que lo que se escribió en el informe. Tampoco supimos quién dio la orden a la DNIC para asesorar al padre del muchacho.

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