Madrugaba cada mañana para despertar a los hondureños con su voz.
Los noticieros de HRN ya no sabrán igual. Sin su chispa, sin su gran capacidad como entrevistador, sin su risa, sin la tenacidad con la que defendía las causas de los más pobres y sin la peculiaridad de anunciar al aire a cada reportero por su nombre completo.
De niño era inquieto, así lo describe su madre Eva Rivera, quien recuerda, con un brillo en la mirada que corta por un momento el llanto de su partida, al pequeño Alfredo, quien a los tres años jugaba a ser periodista con cualquier cosa que se parecía a un micrófono.
“Siempre andaba buscando qué hacer. Desde pequeño decía que quería ser periodista”, narra.
Su vida transcurrió como la de cualquier pequeño que se cría junto a tres hermanos varones y una hermana en su natal El Progreso, Yoro, donde cada día alimentaba su sueño de convertirse en un comunicador.
Fue esta meta la que lo llevó primero a radio éxitos en San Pedro Sula y luego lo trajo a Tegucigalpa en 1986 para estudiar periodismo. Lo demás… es historia.
Su madre Eva asegura que lo que más admiraba de su hijo era ese don de gente que siempre le caracterizó.
“Era tan bondadoso mi Alfredo, si él se daba cuenta que alguien no tenía trabajo, le ayudaba. Siempre estaba pensando en los demás”, recuerda.
Su forma de vestir sencilla, con pantalón y camisa a rayas, casi siempre de manga corta, denotaba a un hombre que según su esposa, Karla Fonseca, no era pretencioso.
“No le gustaban las entrevistas, él prefería estar detrás con un bajo perfil”, recuerda.
Era un papá consentidor que dedicaba calidad de tiempo a sus hijos, a quienes también heredó su pasión por el fútbol y por el Motagua.
“Era una buena persona que nunca le hizo daño a nadie. Jamás levantó su mano contra nadie”, recalcó Karla.
Su vida transcurría entre la radio, su familia y su pasión por el fútbol. Ahí en la cabina de HRN, donde durante 20 años elevó su voz contra la injusticia y la desigualdad, lo recuerdan como un jefe que sabía dirigir sin ser prepotente y que enseñaba lo que sabía a los nuevos reporteros.
Pero lo que nunca olvidarán es su risa. Sus carcajadas eran tan contagiosas que todos los demás terminaban riendo sin importar por qué.
Y es que él mismo reconocía que reía cuando tenía que hacerlo y se ponía serio cuando la situación lo ameritaba.
Era un buen hijo, un buen padre, un buen hermano, un
buen amigo, un buen compañero, un buen jefe y un hombre conciliador.
Su esposa lo describe como un papá consentidor que trataba de compartir calidad de tiempo con sus hijos.
Pero ahora a ellos solo les quedará su recuerdo y un legado que los debe hacer sentir orgullosos. Su presencia ya no está más... se nos adelantó y estamos convencidos de que está en presencia de Dios.