Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres a petición de las fuentes.
RESUMEN. Una supervisora de Avon llega a visitar a una de sus vendedoras, una costurera de nombre Rosa, y encuentra la casa vacía, un radio encendido, el perro solo, echado en un sillón, y el cadáver de un anciano en una de las camas del único dormitorio de la casa. Aterrada, y después de buscar a la impulsadora, decide llamar a la Policía. Aunque la muerte del anciano parece un hecho natural, ciertos detalles en su cuerpo y la extraña actitud de su hija, despierta algunas sospechas en el fiscal y en los detectives. No está de más tratar de conocer la causa de ciertos detalles, y la Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC, entra en acción.
CASA. A las siete de la mañana del día siguiente un equipo de Inspecciones Oculares de la DNIC llegó a la casa de Rosa. Los técnicos no sabían qué buscar, pero el instinto del buen detective debe ser como el olfato del sabueso, que encuentra la pista sin necesidad que se la indiquen.
A primera vista la casa de Rosa no era la de una persona normal y esto no escapó a los ojos de los investigadores. Aunque la sala se veía limpia y ordenada, el desorden del cuarto y el olor a orines indicaban una personalidad despreocupada. La cocina, en la que parecía que nunca llegaba nadie, olía a comida podrida y a basura almacenada desde hacía tiempo. Pedazos de tela, enredaderas de hilo, papel y pedazos de cartón, estaban recogidos en una esquina, como si los hubieran barrido no hacía mucho. Pero lo que más llamaba la atención era el dormitorio. Las camas sin arreglar, zapatos y sandalias regados en el piso, ropa sucia, revistas de moda, recortes de periódicos antiguos, dos Biblias y libretas con bocetos de vestidos.
Por supuesto, nada de esto convierte a alguien en criminal. Cada quien vive como mejor le parece, pero lo que encontraron en un cajón de la cómoda sí pareció sospechoso.
Habían hebras largas de cáñamo, hilo de nailon, cabuyas, tres cuerdas de guitarra de metal, agujas hipodérmicas, sondas cortadas en medidas casi iguales, que no pasaban de las diez pulgadas, tres hebras de alambre eléctrico de medio metro de largo, unidos con un nudo y forrados de tela, a manera de agarradero, y dos pedazos de madera, de lo que fue el palo de una escoba, con una esponja en una punta, envuelta en pedazos de trapo y amarradas con tiras largas de tela.
¿Qué significaba todo eso?
“Esto parece sangre seca” –dijo uno de los técnicos, mostrando un pedazo de cabuya con nudos quemados en las puntas.
Y también había manchas parecidas en las esponjas, en una cuerda de nailon y en una de las jeringas de aguja larga y que estaba curvada, quizás por el mal uso.
DATOS. Uno de los detectives revisó los documentos que andaba en una carpeta y sacó una fotocopia.
“El hombre fue abusado desde hace mucho tiempo –empezó a leer–; algunas de las cicatrices de las muñecas son relativamente nuevas, pero tiene muchas más, de épocas diferentes. Lo amarraron con fuerza hasta herirle la piel, y lo golpeaban con alambres y con pedazos de madera o tubos de hierro”.
Las fotografías iban confirmando lo que leía.
Eran fotos ampliadas de las muñecas, de los tobillos, de la garganta, de los muslos, del pecho y la espalda. En todas aparecían cicatrices, de diferentes tamaños, y unas sobre otras. Pero la cicatriz del pene era la más grotesca. Según el forense, “el miembro fue amputado, cortado de un solo tajo con un objeto filoso de hoja ancha, probablemente un cuchillo de cocina. La sangre fue contenida con un torniquete y la herida fue “costurada” con aguja gruesa y con algún tipo de hilo, grueso también, y resistente. La cicatrización formó queloides en algunos puntos de la sutura que tiene entre seis y diez años. Quien hizo eso sabía lo que hacía, a pesar de que lo hizo en forma empírica y usando material no quirúrgico”.
El detective siguió leyendo.
“La cicatriz en el pezón sanó sola, sin suturas. El pezón fue arrancado, no cortado, arrancado, posiblemente, con una mordida. Las cicatrices en la cara interior de los muslos muestran heridas antiguas, hechas, seguramente, con hojas de afeitar o con navajas bien afiladas. Las heridas son parecidas, no son muy profundas y varían poco en tamaño, pero debieron sangrar mucho y provocar mucho dolor”.
En cuanto a la sangre que había en la garganta, se debía a laceraciones en la mucosa de la boca y a heridas o llagas en la base de la lengua, las que eran recientes y tenían entre cinco y ocho horas.
La autopsia concluía que el anciano no murió de paro cardíaco, ni por ninguna otra causa natural. Murió de hambre, sed, sufrimiento, droga y asfixia. En su sangre había diazepán suficiente para un mes. En el estómago se encontraron muestras de un líquido que resultó ser vinagre, mezclado con limón, bicarbonato de sodio y restos de diazepán.
CABOS. La supervisora de Avon dijo que había visto al anciano sentado frente al televisor pero que nunca lo escuchó hablar, no lo vio moverse y no recordaba haberlo visto despierto. El detective recordó el gestó de terror y desesperación que tenía el rostro del cadáver, buscó una de las fotografías y la observó por varios segundos. La supervisora dijo que las veces que vio al anciano estaba arropado del cuello para abajo, y cuando encontraron el cuerpo, estaba desnudo debajo de un edredón sucio y que apestaba a orines. Y recordó la mano derecha crispada, aferrada a la cobija con fuerza.
¿Era posible que se haya agarrado a la cobija en un momento de dolor extremo? ¿Era posible que en ese momento “alguien” lo estuviera torturando?
No había sido amarrado, quizás porque ya no podía defenderse, y en el estado de indefensión en que lo mantenía la droga, era imposible que lo hiciera.
Las placas dentales estaban en un vaso con agua en una mesita, pero uno de los técnicos de Inspecciones Oculares dijo que el agua olía mal y que era posible que las placas tuvieran varios días, quizás más de una semana allí.
PREGUNTAS. ¿Qué había pasado con el anciano en su última noche? ¿Quién lo amarró repetidas veces y con fuerza extrema para inmovilizarlo y torturarlo? ¿Quién le cortó el pene de aquella forma tan cruel, y por qué? ¿Representó algún peligro en un tiempo como para que lo mantuvieran drogado casi todo el tiempo? ¿Qué significaban las cicatrices en los muslos? ¿Y las laceraciones o heridas en la mucosa de la boca y en la lengua? ¿Desde cuándo no dejaba la cama? ¿Cómo le introdujeron la sonda en la uretra? ¿Qué significaba la sangre en las cuerdas, en el cáñamo, en los hilos de nailon y en los hisopos de esponja? ¿Y el vinagre y el bicarbonato de sodio en el estómago?
Eran muchas preguntas y, poco a poco, iban apareciendo las respuestas. El trabajo de la DNIC es muy profesional, a pesar que los detectives trabajan casi solo con las uñas y con su buena voluntad, y esto, a pesar del polígrafo inhumano e inconstitucional, de la cacería de brujas de la DIECP, y del espíritu de Vlad Tepes con que algunos “oficiales” dirigen al personal.
OPINIÓN. Dice Juan Orlando Hernández que “la investigación criminal debe mejorar cada día porque la mala investigación de los delitos también es causa de la impunidad”. Y tiene razón.
Si en su gobierno se creara el laboratorio forense, exclusivo para la Policía Nacional, si los agentes, detectives y oficiales de la DNIC se profesionalizaran cada cierto tiempo, y se les formara en técnicas y procedimientos científicos avanzados para la investigación criminal, si se les reforzara su formación con psicología criminal, psicología aplicada, psicografología, simbología de la escena del crimen, perfil psicológico del criminal, psicopatología de los asesinos violentos y de los criminales en serie, psicología de los gestos, capacitación permanente de los especialistas de Inspección Ocular…, ¡en fin!, es seguro que la DNIC se convertiría en una “Policía de Investigación Criminal Científica” mucho más efectiva. La seguridad de los hondureños también pasa por mejorar, por superar la investigación criminal, y Honduras espera mucho de Juan Orlando. Los retos son grandes, Honduras ya no es el país más violento del mundo, pero falta mucho por hacer. Tal vez, cuatro años sean muy poco para un hombre bueno… ¡porque sabemos que un solo día es demasiado para un hombre malo! Tal vez.
ATAÚD. El cadáver salió de la morgue a las diez de la mañana. Rosa llegó en una patrulla de la Policía, y volvió a su casa con el ataúd sellado. Mientras los técnicos de inspecciones oculares invadían su casa, no dijo una tan sola palabra, aunque se notaba seria, fría y pensativa, pero jamás preocupada o temerosa. La acompañaron sus vecinas, varios activistas políticos, un pastor evangélico y varios hermanos de la iglesia. Sobre el ataúd, una corona de flores, al frente, dos candelas enormes, y en la pared, un altar con una foto en blanco y negro adornada con flores amarillas.
Esa tarde los detectives recibieron una información que aumentó el misterio. Don Eusebio vivió sesenta y dos años en Chinda, allí nació, allí trabajó la tierra, y allí fue el depredador romántico por excelencia. Cuando sentó cabeza, quince hijos suyos crecían solos, con madres solteras, con padrastros o con abuelos pobres y cansados. Sesenta y dos años tenía cuando decidió buscar a sus hijos abandonados, pedir perdón y ponerse a cuentas con Dios. Viajó a San Pedro Sula, y de ahí, nadie lo volvió a ver. Su esposa regresó a Guatemala, al verse sola, y le quedan pocos parientes. Hacía diez años que no sabían nada de él.
“Rosa Fidelina es su hija mayor –decía el informe–, su mamá era una mujer de Trinidad, que tenía problemas mentales y murió joven. A Rosa la criaron sus abuelos maternos, hasta que emigró a San Pedro Sula, cuando tenía quince años. Allí le perdieron la pista hace treinta años”.
MÁS. Dos detectives fueron al hospital de agudos Mario Mendoza. Rosa era paciente psiquiátrica desde hacía veinte y cinco años. Cada mes le recetaban medicamentos controlados. Entre otros padecimientos, era bipolar, y se le consideraba inofensiva.
FISCAL. El fiscal, según la ley, dirige la investigación criminal. Hay fiscales apasionados por su trabajo, y hay fiscales que trabajan sin pasión. Entre los mejores fiscales que ha tenido el Ministerio Público está Ricardo Castro, quien debería ser un ejemplo para sus compañeros.
Una semana después del entierro, el fiscal consideró que era tiempo de visitar a Rosa Fidelina. Estaba encerrada, sentada en una butaca frente al televisor encendido, envuelta en un edredón sucio y apestoso, flaca, sucia y despeinada. Debajo del edredón estaba desnuda. Cuando los paramédicos llegaron, hablaba con su papá. Dos mujeres policías la bañaron y la vistieron. La llevaron al hospital. De ahí al Santa Rosita. Una investigadora de homicidios se disfrazó de médico, la entrevistó varias veces hasta que se ganó su confianza. Le contó por qué torturó a su papá por diez largos años. Cantaba: “Son culpables los padres más crueles, que jamás merecieron ser hombres; van por “áhi” engañando mujeres y negando a sus hijos el nombre. Yo no entiendo por qué no se mueren, antes que hagan maldad y traiciones”.
Rosa vio a su mamá de dieciocho años colgarse de una viga de su cuarto. Muchos años después, sus abuelos le dijeron que se mató porque “Chebo” no la quería.
“Son culpables los padres más crueles…”
Del perro solitario no supimos nada. En las entrevistas nadie se acordó de él.