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El misterio del perro solitario

01.11.2014

OLOR. La mujer tocó la puerta varias veces pero nadie le abrió; miró por la ventana pero no había nadie en la sala, el perro estaba echado en un sillón, se escuchaba un radio encendido y, al fondo, se notaba el reflejo de un foco que no era suficiente para disipar las sombras.

La mujer insistió, volvió a tocar la puerta y, esta vez, la puerta se movió, la empujó un poco y mencionó un nombre. Nadie le respondió. Entró a la sala, el perro saltó del sillón moviendo la cola al verla y ella se detuvo para sobarle la cabeza. Extrañada, avanzó un poco más. En el radio se escuchaba un locutor de HRN. En la pared de enfrente, un reloj cuadrado marcaba las doce del día. Era la supervisora de Avon que visitaba a una de sus impulsadoras, una mujer de cincuenta años llamada Rosa, que era modista de profesión, con la que se conocían desde hacía algunos años.

“Me extrañó que Rosa no estuviera en la casa –les dijo a los policías–; siempre estaba cuando venía a supervisarla, pero lo más raro era que la puerta estuviera abierta… Entré porque me imaginé que pasaba algo malo en la casa... Yo tenía confianza con ella.”

“¿Conocía al papá de Rosa?” –le preguntó un policía.

“Tanto como conocerlo, no, pero sabía que ella lo cuidaba porque estaba anciano y no podía moverse”.

“¿Lo vio alguna vez?”

“Sí, varias veces. Ella lo sentaba en un sillón y le encendía el tele…, y estaba pendiente de él cuando costuraba”.

“¿Notó algo raro en el señor?”

“Raro no… Estaba como paralítico, no hablaba y Rosa lo mantenía abrigado… Pero ahora que me acuerdo, solo lo vi como dormido en el sillón… Nunca lo oí hablar… Bueno, eso era cosa que no me interesaba”.

“¿Cómo llegó hasta el dormitorio?”

“Ya le dije. La casa estaba sola. Y llamé a Rosa pero no contestó. Entré, me acerqué al cuarto y abrí la puerta porque no había nadie en la cocina…”

“¿Qué vio en el cuarto?”

“Ya se lo dije”.

“Dígamelo otra vez”.

DNIC. Los agentes de Homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal estaban en el único dormitorio de la casa. Era una pieza de techo alto, amplia, con dos camas, cerca una de la otra, una cómoda de madera, sin espejo, un ropero de madera sin puertas, una butaca amplia, un televisor sobre una mesita frente a la cama grande, y otra mesita, ancha y baja, llena de cajas y frascos de medicinas.

Sobre la cama unipersonal estaba el cadáver de un hombre viejo, extremadamente delgado, de piel amarillenta y casi calvo. Tenía la cabeza tirada hacia atrás, la boca abierta y abiertos también los ojos, hundidos en sus órbitas, lo que acentuaba el gesto de desesperación que había en su rostro.

Cuando uno de los detectives le quitó, despacio, el edredón rojo apestoso a orines que lo cubría hasta el cuello, se dio cuenta que la mano derecha del anciano estaba crispada en la tela, como si se hubiera aferrado a ella en un momento de dolor o de angustia insoportables. Pero lo que más llamó la atención del policía es que el hombre estaba desnudo, y que el cuerpo era casi solo piel y huesos.

LLAMADA. La supervisora de Avon dio un grito cuando se dio cuenta que el papá de Rosa estaba muerto, retrocedió, con miedo, y buscó una vez más a la mujer, pero no la encontró. La llamó varias veces, pero no le contestó. Entonces, del mismo teléfono de Rosa, llamó al 199. Una motorizada de la Policía llegó en quince minutos, una patrulla llegó después y, una hora más tarde, llegaron los agentes de la DNIC. La supervisora vio el gesto horrible en el rostro del muerto y se desesperó porque Rosa no aparecía por ningún lado.

¿Y si alguien los había atacado, provocando la muerte del anciano por miedo y le había hecho algo malo a Rosa? Por eso llamó a la Policía.

AGENTE. “Me extrañó que el señor estuviera desnudo, arropado solo con el edredón –dice el detective que llegó al reconocimiento del cuerpo–, y me llamó la atención el gesto de miedo y de dolor que tenía en la cara. Tenía los ojos fijos en el techo, pero miraban con desesperación, con terror, como si algo lo hubiera asustado, y tenía la boca abierta. Imaginé que había muerto a primeras horas de la mañana porque las placas dentales todavía estaban en agua en un vaso de vidrio, cerca de la cama. Y los dedos de la mano agarrando con fuerza la cobija, también me pareció raro, aunque imaginé que tuvo un ataque al corazón y que tardó algún tiempo en morir. Pero había dos cosas más que me intrigaban: la hija, Rosa, no estaba en la casa. Y algo parecido a sangre que miré en la base de la lengua, al inicio de la garganta. Cuando le quité el edredón por completo, algo más me asustó…, bueno, no me asustó, me extrañó todavía más. En las muñecas tenía unas marcas, como cicatrices, que me parecieron las señas que dejan en la piel las ataduras, unas gruesas y otras delgadas, y que se cruzaban unas sobre otras. Habían antiguas y otras que me parecieron recientes, de un mes cuando menos. Revisé los tobillos, y también allí había marcas parecidas. Sospechando algo, aunque no estaba seguro qué, revisé el cuello. Las marcas allí eran delgadas, como si lo hubieran rodeado con cuerdas de guitarra o con algún tipo de alambre o hilo delgado pero resistente. Un compañero vio, entre los vellos blancos del pecho, que le faltaba el pezón derecho, aunque la cicatriz era vieja. Y, viendo más detenidamente, habían cicatrices delgadas en la piel, desde el pecho al abdomen y más abajo todavía. En la cara interna de los muslos. Pero faltaba algo todavía peor. El escroto caía entre las piernas pero no se veía el pene.

A estas alturas me palpitaban las sienes y tenía reseca la boca. El pene no estaba. No quedaba seña de él pero sobresalía, a la mitad de una cicatriz abultada, de esas que los médicos llaman hipertróficas, una sonda transparente de unos diez centímetros de largo. El asistente del fiscal ordenó que lleváramos el cuerpo a la morgue. Ahora solo nos faltaba encontrar a Rosa, la hija.

LA MORGUE. Rosa era una mujer mediana, delgada, avejentada prematuramente, seria, de pocas palabras y desaliñada. Llegó a la morgue a reclamar el cadáver de su papá y le dijo a los detectives que creía que se había muerto del corazón, que estaba enfermo desde hacía tiempo, que no podía moverse y que ella lo cuidaba desde hacían diez años.

“¿Qué enfermedad tenía su papá?”

“No sé. Estaba como paralítico.”

“¿Cuánto tiempo estuvo así?”

“No sé; como ocho años, o diez; no sé.”

“¿Con quien vivía antes de que usted empezara a cuidarlo?”

“No sé. Vivía en Chinda… Yo no lo veía mucho. Vino enfermo a mi casa y aquí se quedó. Y yo como soy sola, lo cuidaba.”

“¿Por qué no le avisó a la Policía que su papá había muerto?”

“¿Para qué? Se murió de viejito y de la enfermedad…”

“¿Qué enfermedad?”

“No sé. Yo creo que fue del corazón”.

“¿Por qué tiene su papá cicatrices en las muñecas y en los tobillos?”

“Yo no sé”.

“¿Se ponía violento su papá y usted tenía que amarrarlo?”

Rosa no contestó.

“Dígame una cosa, señora, ¿qué enfermedad tenía sus papá en sus partes íntimas que hasta le cortaron…?”

Rosa abrió los ojos y miró enojada al detective, apretó los labios y giró la cabeza. No respondió.

“Ustedes ‘liúrgan” todo a la gente –dijo, después, muy molesta–. Ya ni la privacidad íntima puede tener uno”.

El policía trató de entenderla.

“¿A qué horas me lo voy a llevar? –le preguntó ella, después de un rato, sin mirarlo directamente––. Ya fui a comprarle el ataúd. Por eso es que no estaba cuando ustedes llegaron… Pero ya compré el ataúd y arreglé lo del cementerio. ¿A qué hora me lo van a dar?”

El detective esperó un momento antes de contestarle. Había algo extraño en Rosa, extraño, no sospechoso, y decidió dejar de interrogarla.

“Ya van a terminar la autopsia –le dijo–. ¿Dónde lo va a velar?”

“En mi casa”.

“Si quiere le ayudamos a llevar el cuerpo…”

“¡Ah! Vaya pues”.

EL FISCAL. “Yo también veo algo raro en esa mujer” –dijo el ayudante del fiscal.

“Como si le faltara un veinte pa’l peso, ¿verdad?”.

“Algo así”.

“Dice que desde hace diez años cuida al papá, y yo creo que el señor se ponía violento y ella lo amarraba…”

“Es posible”.

“Las medicinas que están en la mesita son drogas… todas, y por lo que dice la supervisora de Avon, me parece que el viejito siempre estaba drogado, o sedado… Tal vez para controlarlo…”

“¿Y la sangre en la garganta?”

“Sí, eso es raro…”

“¡Ajá!, y, ¿por qué estaba desnudo? Solo tenía la cobija encima, y sería lógico suponer que al menos usaba pañal, si es que no podía valerse por sí mismo”.

“¿Y el pezón? Parece que se lo arrancaron… La cicatriz es grande y falta una parte de la areola…”

“¿Y el pene amputado?”

“Esa es una buena pregunta… Parece que la herida cicatrizó a la buena de Dios…”

“Hay que pedirle al forense que nos diga qué tipo de cirugía fue esa, y más o menos que tan vieja es… Sería bueno saber algunas cosas sobre el señor… Que la DNIC de Santa Bárbara vaya a Chinda y que averigüen lo que puedan… Dependiendo de lo que diga el forense, hay que investigar si tiene expediente en algún hospital público… Tenemos que saber qué tan viejas son las cicatrices de los tobillos y de las muñecas, y con que hicieron las heridas… No sé por qué, pero me parece que la hija tiene algún tipo de problema…”

“¿Mental?”

“Algo así”.

“A mí también me parece…”

“La supervisora dice que vio varias veces al señor sentado en un sillón en la sala, frente al televisor, pero dice que solo lo vio dormido, o que, al menos, no lo vio moverse, ni lo escuchó hablar…”

“Voy a mandar gente a entrevistar a los vecinos de la costurera… Tal vez averiguamos algo más”.

“Yo creo que antes de que ella lleve el cadáver a la casa, sería bueno buscar allí algo que nos ayude a aclarar esto…”

“¿Algo como qué? –preguntó el detective.

“No sé, solo se me ocurre… Ya están las medicinas que lo mantienen sedado… Tal vez hay algo más… No sé… Que vaya Inspecciones Oculares.”

“¿Quién va a dar la orden?”

“El fiscal”.

“¿Cuándo?”

“En la mañana, a primera hora… Es más, le voy a hablar desde ahorita.”

“Y, ¿si le entregan el cadáver?”

“Hagamos que se lo entreguen mañana…”

Rosa estaba sentada en la acera, bajo la sombra de los enormes árboles de Ficus. Las dos vecinas que la habían acompañado desde la tarde, se habían ido. Estaba sola, casi inmóvil, sin decir palabra y con una máscara inexpresiva e indefinible cubriéndole el rostro…

+Continúa aquí la segunda parte