Comenzaré por la lengua, diré que se dice usualmente “visa”, así, a secas, sin su adjetivo “americana”: “¿tenés visa?” se pregunta y de inmediato el interlocutor entiende que se refiere al permiso que otorga Estados Unidos para entrar a su país. No otro país, ese país que queda al norte de Honduras y que significa el sueño de muchos.
Este desplazamiento semántico de tipo elíptico, o sea, la eliminación de una de las dos palabras para que una sola adquiera el significado de ambas no es gratuito ni inocente, obedece a un sistema de creencias y realidades sociales. Es producto de la preminencia que tiene en el país este deseado permiso.
Adyacente a este fenómeno aparece la palabra embajada, que no se dice embajada estadounidense (perdón, americana, es que a veces se me olvida) sino que se dice a secas “la embajada”. Y para las demás se dice, “embajada” y se le agrega el gentilicio que corresponde.
Todo comienza con el deseo de querer viajar a aquel país, hay que hacer la famosa cita. Cita que en lugar de ser un simple trámite se transforma en germen de historias tan peculiares como ellas solas y en la raíz de centenares de mitos.
Que se diga lo uno y no lo otro, que hay que verse seguro, que hay que verse sencillo, que hay que ir bien vestido pero no demasiado para no darse color, que hay que llevar un documento y no el otro, que el secreto está en la respuesta a tal pregunta, que la edad, que el estado civil, que donde vivís, que “como vos trabajás en tal lugar no te la niegan”, que “como vos trabajás en tal lugar dudo que te la den”, esto último no se dice pero creo que se piensa.
Se comparan las historias. Que por qué a fulano sí y a mengano no. Que es según el humor del que atendió. Que la buena suerte, que la mala suerte, que el prestigio. Que eso no lo piden. Así pululan las conclusiones emotivas y casi fantásticas y las especulaciones infectas de resentimiento o de una grotesca alegría. Así se vive la felicidad de “lograrla” o el fracaso de “perderla”. Como una especie de trascendencia social, como si se hubiera conseguido el pasaje al paraíso.
Y luego unos preguntan: “¿cómo le fue?”: así, a secas, o a veces le agregan un “allá”, como si hubiera un misticismo alrededor; y los otros responden: “bien... tranquilo”. Y supongamos que a nuestro supuesto le dieron permiso de entrar al paraíso, este procede a contar con heroicidad su logro. Vienen posteriormente los consejos y dependiendo del interlocutor habrá quien diga: “cuídela”, como si de un tesoro se tratara.
Y hay quien la presume, quien busca cualquier pretexto en cualquier conversación para lucir que pertenece a una especie de estrato. Dice entre líneas que es un ejemplar digno, y que a él o a ella sí le permiten el ingreso. “No a cualquiera” dice o piensa. Y yo pienso: “ah, el estatus”.
A veces se habla de este permiso en los medios de comunicación como si de un mecanismo de justicia se tratara. Obviamente no lo es. ¿No nos damos cuenta de la gravedad y lo colonial del mensaje?
Por supuesto, no hay nada de malo en pedir el respectivo permiso para ingresar a un país que se anhela conocer, y hay de razones a razones para pedir permiso; pero lo realmente inquietante es todo lo que se genera alrededor de ello. Es una conducta que a mí francamente me cuestiona y no sé hasta qué punto me entristece. ¿Tan pobres, tan miserables somos?