Éramos un buen grupo de personas quienes aguardábamos expectantes la salida del protodiácono aquel 13 de marzo, mientras permanecíamos en el vestíbulo de un hotel de la capital. Media hora antes, en medio de un seminario, yo había alborotado a varios anunciándoles que había salido “fumata blanca” de la chimenea de la Capilla Sixtina en el Vaticano, después de cuatro negras. Era el segundo día de cónclave y con ello se terminaba la incertidumbre producida con la renuncia inesperada de Benedicto XVI. José Manuel Capellín -mi amigo y padrino- estaba a mi lado, atento a las imágenes y sonido que provenían de una pantalla de TV, ubicada en lo alto de una columna. Curtido en temas eclesiales por su anterior pertenencia a la Compañía de Jesús, “Menín” era el comentarista ideal y más calificado en esos momentos de trascendencia histórica para entender lo que estaba aconteciendo esa noche en la Plaza de San Pedro, de la eterna Roma. Durante los últimos minutos habíamos compartido nuestros pronósticos, que incluían a un cardenal mexicano, africano y varios italianos, quienes habían captado la atención de la prensa especializada. Yo no hacía más que escucharle, como hace un lego con quien sí sabe, cuando de repente la pantalla mostró cómo se abría una puerta y salía al balcón un hombre menudo, con un capelo escarlata, que de inmediato fue recibido por un fuerte clamor. “Habemus papam”, dijo con voz suave pero firme. Se oyó una gran ovación.
“Menín” escuchó con detalle el mensaje en latín que expresaba aquel miembro del más alto clero y, segundos antes que todos los ahí reunidos, expresó sin disimular júbilo: “¡Bergoglio, el argentino! Tenemos papa latino ¡y además jesuita! ¡Papa jesuita!” y me alcanzó con un abrazo, mientras el pequeño público congregado en ese impensado lugar mostraba su sorpresa, aplaudiendo, gritando, llorando y rezando. “¡Y se va a llamar Francisco, Miguel! Ya verás todo lo que se viene. Lo conozco a Jorge Mario”, dijo “Menín”. Desde entonces, con las circunstancias poco comunes experimentadas aquel día, tuve la sospecha que había vivido un episodio para recordarlo de por vida.
Doce años después, quien suscribe puede decir poco o casi nada sobre el papado de Francisco, que no haya sido ya dicho por expertos de la Iglesia y que no hayan registrado los historiadores más versados. José Manuel tenía razón: el “papa del fin del mundo”, como se autodenominó el argentino de formas sencillas y “zapatos gastados”, le dio una sacudida a la Santa Sede debido a un discurso inclusivo, integrador y de justicia social, cuyas repercusiones harán ecos en el recinto en el que a puerta cerrada (y “con llave”) se designará a su sucesor. El nuevo obispo de Roma -porque por ahora hay vacancia- calzará unas “sandalias de pescador” muy diferentes a las que le dejó el docto emérito al bonaerense tomador de mate. Porque el argentino -ese jesuita que sorprendió a todos por su humildad y accionar- antes que pontífice, cardenal, obispo y sacerdote, fue esencialmente un buen hombre y fue esa su mayor virtud.