Sobre la Comisión Internacional contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (CICIH) y el Tratado de Extradición entre los Estados Unidos de América y Honduras se han escrito ríos de tinta (o de pixeles según el caso) y no estoy yo para abonar unas gotas a lo que entiendo es un río de un caudal descomunal y cuya desembocadura ni siquiera puedo ver. Pero considero oportuno hacer algunas valoraciones tal vez en un sentido distinto.
En primer lugar debo decir que, como todos los hondureños, estoy a favor tanto del Tratado de Extradición como de la instalación de la CICIH, habría que vivir debajo de una piedra para no estarlo. En pocas cosas estamos tan de acuerdo los hondureños. Sobre si se ha politizado o no, pues ya cada uno habrá hecho su criterio y particularmente no tengo interés en opinar sobre ese aspecto. Además, para estas palabras de hoy no lo considero necesario.
Lo que sí me interesa es cómo del trasfondo del relato, del verdadero relato, se habla muy poco y, para colmo, lo que se diga siempre queda soterrado debajo de todo el discurso (usualmente estéril) que se genera alrededor de ellos. Aunque también debo decir que no se trata de algo que sea difícil de concluir, lo que pienso en esencia es lo siguiente: la imagen que estamos transmitiendo al mundo y a nosotros mismos, es francamente muy triste, la de un país desesperado, con una cruz a cuestas y desilusionado por completo. No diré que siento vergüenza porque no es así, en realidad jamás he tenido ese sentimiento hacia mi país, pero sí me duele muchísimo los tiempos que vivimos. Lo de Honduras es muy conmovedor. Imagínese si fuera una pintura.
¿En qué momento llegamos a este punto? ¿Siempre hemos estado así? O es que acaso es el brote final de una larguísima historia de putrefacción nacional. Parece que nuestros sistemas de justicia no han sido, no son y aparentemente no creemos que vayan a ser suficientes para enfrentar lo que vivimos. Somos un país que grita en las calles, en los diarios y en los noticieros por la venida de ayuda internacional. Se esconde detrás de esa petición una convicción de que en absoluto confiamos en nuestros sistemas, en general. Motivo, pienso yo, de reflexión y debate
permanente.
Ojalá que esta imagen que estamos proyectando desde hace tiempo (décadas se puede decir ya) sirva por lo menos para dar un paso adelante en la construcción de un mejor país. Urge. Pensemos en un joven de quince años o de veinte años, él solo conoce esta instancia de la realidad nacional, y es muy fácil que se decepcione y hasta se frustre. Si algún joven de esas edades me lee: ¡ánimo!, de verdad se puede.
Si me pongo un poco más positivo, diré que la conciencia de que estas colaboraciones son necesarias para el momento histórico que vive nuestro país, son una aceptación de nuestras verdades, y ese es el primer paso para el cambio. Cualquier punto de mejora, por mínimo que sea es bueno. Y creo que cualquier esfuerzo, por pequeño que sea, merece la pena.
Y perdón si hablo más desde el deseo y tal vez desde la emotividad que desde la razón, pero creo que Honduras es capaz de ser un sitio mejor para nosotros y las generaciones venideras, y por qué no, también un sitio de dignificación y reivindicación para nuestros antepasados que habitaron esta tierra entre tanto dolor e incertidumbre. Estoy seguro de que tanto usted como yo queremos vivir en un lugar mejor y decir que somos de un lugar mejor.