Salvas, vítores e irreverencias

Los actos de traspaso presidencial en Honduras se llevan a cabo desde hace más de setenta y cinco años en el Estadio Nacional, lugar al que se traslada en pleno el Congreso Nacional para desarrollar la sesión en la que se toma la promesa de ley al Presidente que asume funciones

  • Actualizado: 04 de julio de 2025 a las 00:00

Los actos de traspaso presidencial en Honduras se llevan a cabo desde hace más de setenta y cinco años en el Estadio Nacional, lugar al que se traslada en pleno el Congreso Nacional para desarrollar la sesión en la que se toma la promesa de ley al Presidente que asume funciones. El aforo de la instalación deportiva permite que miles de personas del pueblo -usualmente afines al partido del nuevo titular del Poder Ejecutivo- puedan acompañar y atestiguar el solemne acto.

La presencia popular en esa “versión ampliada” del Palacio Legislativo tiene un profundo contenido simbólico. No solo se suma a la de sus mandatarios ahí convocados (diputados), sino que es una muestra representativa de la ciudadanía del país que con sus votos ungió tanto a estos como al presidente y designados que inician ese día sus funciones.

Al que llaman “pueblo-pueblo”, aprovecha bien la ocasión no solo para ver de cerca a los que pocos meses atrás rogaban sus sufragios, sino también para dedicar sonoros aplausos a quienes gozan de su admiración. Sin embargo, como ocurre en las justas deportivas, el júbilo y vítores por el reciente triunfo se transformarán eventualmente en silbidos y exclamaciones poco elegantes, especialmente si los protagonistas de hoy no llenan las expectativas generadas.

Hace varios años, un presidente saliente sugirió que no acudiría a la toma de posesión del sucesor porque temía ser objeto de rechiflas en el estadio. Fue necesario que el nuevo mandatario se pronunciara ante medios de comunicación para garantizar lo contrario
-con los riesgos de incumplimiento implícitos- e hiciera gestiones con la dirigencia de las bases de su partido para aplacar ánimos.

Aunque la ceremonia ha perdido -por retiro obligado- la inigualable “voz oficial” de don Nahúm Valladares, todavía conserva símbolos como el reconocimiento internacional (representado por la visita de dignatarios extranjeros) y el leal saludo militar al nuevo Comandante General, con revista de tropas y veintiún salvas de artillería -cuyo origen se remonta a la Europa del siglo XIV. Sin embargo, en medio de su solemnidad, cuenta con momentos de franca espontaneidad, propias de los lugares donde se concentran masas.

Anfitriones y personal de protocolo contienen la respiración durante la jornada, ante la posibilidad que el público asistente demuestre sin recato sus antipatías hacia los invitados especiales, sin importarles su origen nacional, cargo o condición de dignatarios extranjeros y representantes de gobiernos. Los medios de comunicación muestran sin atenuantes quiénes fueron aclamados efusivamente o abucheados sin piedad.

Estas expresiones colectivas forman parte ya de la ceremonia. Al fin y al cabo se trata de una oportunidad sin igual para demostrar con sinceridad los sentimientos que, al igual que con las elecciones, solo se repite cada cuatro años... y, como suele acontecer con lo singular -como esos tránsitos colectivos de amar a odiar-, adquiere notable valor histórico y emocional.

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