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Ya casi está a punto de pasar el tiempo de aprobar una nueva ley electoral, socializada por el entonces Tribunal Supremo Electoral. O reformas electorales, como llaman a las alternativas que demanda la hondureñidad, en la legislación que defina las formas de elegir y ser electo. Aun con ese anteproyecto y más ideas en la academia y en la sociedad civil organizada, recurrieron a la OEA para que instruyera sobre lo que ya es por todos bien conocido. Si de aquí y de donde más tuvieron que tomar los insumos, ¿quién mejor que los mismos hondureños perjudicados para decir cuáles son sus aspiraciones y cuáles son las normas que requieren para confiar en su sistema electoral?

El costo del estudio de la OEA, onerosísimo, dos cientos cincuenta mil bucks, ($250,000.00) no se cree. Ni el costo ni que alguien haya tomado la decisión sobre semejante gasto. Debe ser considerablemente menor; y aun así, demasiado, ante tanta necesidad básica insatisfecha de las grandes mayorías. Y también ante la realidad de que aquí sobran compatriotas que como voluntariado lo hubiéramos hecho por la Patria.

Pero semejante erogación encuentra su fundamento entonces, no en la calidad de la propuesta, que aquí pudo ser encontrada, ni en la innovación que pudiera entrañar, la que igualmente pudo ser exhibida por connacionales, sino en la pérdida de credibilidad entre nosotros. ¡Qué triste! Sin confianza en alguien y con el malinchismo vergonzante que predomina en varias capas, siempre deslumbrados por los espejitos exóticos, si no son extranjeros los proponentes no tienen posibilidad de ser atendidas. Cualquier personaje foráneo les parece mejor que lo propio. Autoestima rastrera. Pero lo que importa es que se aprueben cuanto antes. A los diputados que no sepan comportarse civilizadamente, que no entren y les apliquen las sanciones previstas en el reglamento. Como haría la autoridad con cualquiera, en su casa o en la calle. Pero tenemos que ir con una nueva ley electoral a las próximas elecciones.