En marzo de 2018, fui invitada por el Papa al encuentro de mujeres líderes de América Latina. En ese momento, Honduras se desangraba en una escalada de violencia y corrupción.
Esta es una crónica de ese encuentro con el papa Francisco: Los pasillos del Vaticano crujen bajo mis pies como huesos de gigantes dormidos. Cada losa de mármol repite mis pasos con ecos que resuenan entre las pinturas de santos con miradas de terciopelo que gravitan. Se adhiere a las cornisas, gotea de los candelabros y se incrusta en los marcos de los cuadros como un recuerdo beatífico.
Al llegar a la Galería de los Tapices me detengo en seco. Aquí, los hilos de seda cuentan batallas donde los ángeles siempre ganan. Un Cristo de bordados finos extiende sus brazos. Noto cómo los pies del Redentor -esos pies que en los Evangelios anduvieron entre polvo y leprosos- quedan frente a los ojos del que los ve. En la Galería de los Mapas, los murales muestran el mundo como lo veía la Iglesia en 1580. América aparece como un apéndice decorativo, representado con tonos de leyenda. Busco Honduras y sólo encuentro un parche verde sin ciudades, donde un querubín sostiene un racimo de uvas demasiado grande para ser real.
Me acerco a un relicario. Dentro, un fragmento de la Vera Cruz descansa sobre terciopelo carmesí. Pienso en las cruces de mi país: las de los cementerios clandestinos, las que marcan las fosas comunes, las que cuelgan del cuello de los mismos hombres que firman cheques con la mano derecha y dictan órdenes tiránicas con la izquierda.
Cuando finalmente llego a la antecámara, un funcionario me ofrece una silla Luis XIV, me siento y desde allí, a través de la ventana, veo los jardines del Vaticano: setos recortados con precisión milimétrica y fuentes de agua que parecían ser eternas. El reloj de la pared -una pieza barroca- me recuerda que en nuestra Honduras el tiempo es una alegoría, pues a cualquier hora, el caos y la impunidad se presentan de manera puntual para la corrupción política.
Cuando paso a la Sala Clementina, un espejo veneciano me devuelve mi reflejo, mientras los ángeles del techo, pintados al óleo en el Renacimiento, sostienen guirnaldas que nunca se marchitan.
Me habían dado escasos minutos, el tiempo justo para decirle al hombre vestido de un perfecto blanco lo que nadie en mi país escucha: que la corrupción nos está matando, que los mismos que se persignan en las misas de domingo son los que se roban las medicinas de los hospitales; que esos que rezan antes del desayuno, son los mismos que calculan el saqueo diario, que deja a los niños sin comer mientras estudian en escuelas construidas en la miseria del abandono. El salón donde me recibió el Papa olía a cera, las paredes adornadas con tapices de hilos antiguos me recordaban a la pequeña democracia de mi país, colgando de los hilos del poder.
Cuando entró, su presencia iluminó el salón, vi en sus ojos grises -ese color que a veces inunda el cielo- las buenas intenciones de su conciencia. Le hablé en español llano: Padre, en mi país los niños juegan a la sombra de los narcomonumentos. Los mismos diputados que reciben su bendición pagan a los que matan a los jóvenes. En Honduras la corrupción es una “religión” que bendice al que obedece en silencio.
Con sus manos surcadas de venas tomó las mías y me habló de esperanza, de oración, de la fuerza de los humildes y de la perseverancia del Evangelio, del ejemplo de Jesús, que nunca se rindió, aun después de su crimen. Y terminó bendiciéndome un rosario de nácar.
De regreso al aeropuerto, miré por la ventana cómo Roma, dorada y perfecta, se alejaba. El rosario pesaba en mi bolsillo como la lucha eterna por adecentar este país