Es imposible negar que la política ha tenido siempre un rol importante en la configuración lingüística de cualquier región o país. Por ejemplo, este artículo está escrito en español y no en la ya extinta lengua lenca o cualquier otra porque durante la colonia y después de la colonia hubo políticas lingüísticas que favorecieron el español en detrimento de las lenguas indígenas.
También obedece a razones histórico-políticas que el inglés funcione casi como una lengua universal. No hay nada en la lengua inglesa que la haga más apta para esta función. Y si alguien la percibe como “más moderna” o marquetinera es eso nada más: una percepción. Y cualquier lengua de prestigio lo es porque guarda una relación con las potencias mundiales. Del mismo modo, las lenguas minorizadas o amenazadas son aquellas que pertenecen a pueblos, de alguna manera, amenazados.
Estas decisiones tienen que ver no solamente con qué lengua se impone a la otra. Tiene que ver también con qué variedad de una lengua se impone como la forma de prestigio o la forma estándar, incluso podemos pensar en una forma nacional de la lengua. Lo que es considerado bueno o malo en una lengua también tiene que ver con lo político. Porque es el Estado el que decide no solo qué lengua se enseñará en el sistema educativo, sino qué forma de esa lengua será la que se prefiera en las escuelas y, como consecuencia, en el español. Así ha sido por muchos siglos y seguramente en esto la lengua no cambie.
Una forma de política lingüística son las preferencias de las comunidades. Estas, con más o menos consciencia, deciden qué palabras son tabú y qué palabras son las preferidas, con cuales palabras las personas se sienten cómodas y con cuales no.
Nosotros mismos, como individuos, somos usuarios de una gramática social. Habrá quien no le guste que un desconocido le diga “vos” y prefiera que le diga “usted”. Es posible también que cuando quiera más confianza o cercanía con una persona decida y luego solicite que se traten de “vos”.
O habrá quien rechace la palabra “señora” porque lo que ella concibe como señora no se ajusta con su identidad. De allí, posiblemente, que en las tiendas sea cada vez más usual la fórmula de tratamiento “joven”. Puede pasar también con los títulos, hay quienes solicitan que los llamen doctor(a), ingeniero(a) o licenciado(a). Son regulaciones y elecciones que se dan de manera cotidiana. Las podríamos considerar micropolíticas lingüísticas que tienen que ver con los roles que, según nuestro pensamiento, ocupamos en la sociedad. Y eso, después de todo, también es político.
Cuando se habla de regulaciones en la lengua, normalmente se habla de respeto, acuerdos y convenciones. Estas medidas no son pensadas tanto para el hablante como para su interlocutor. En ese sentido, la lengua es noble y altruista, además de hermosa.
Así que no hay manera de negar que la política es un factor clave en cualquier configuración lingüística. Decir que se está politizando no es, entonces, argumento para desacreditar las peticiones lingüísticas de algunos movimientos sociales. Por lo menos pierde mucha fuerza cuando se revisa la evidencia histórica y se piensa con detenimiento las políticas, nuestras actitudes y nuestros comportamientos lingüísticos.