La ciudad que celebra su propio abandono

Tegucigalpa, la ciudad de los cerros y los contrastes, merece algo distinto a este simulacro. Su gente -obreros, estudiantes, comerciantes, mujeres que sostienen familias enteras- mantiene vivo el pulso a pesar del abandono

  • Actualizado: 29 de septiembre de 2025 a las 00:00

Tegucigalpa amanece con el rugido de los motores. El Cerro de Plata no despierta con cantos de pájaros, sino con el claxon insistente de un parque vehicular que se multiplica como plaga. El aire tiene un olor acre a gasolina rancia, a esmog que irrita la garganta. En esta ciudad, donde la topografía misma parece una trampa, la vida se vive entre embotellamientos eternos, como si el tiempo fuera una autopista sin salida.

Las calles se asfixian. Los camiones vomitan humo negro, y los autos -chatarra y lujosos por igual- devoran cada centímetro de asfalto. El transporte público es una lotería diaria entre la vida y la muerte. Tegucigalpa no respira: jadea. La infraestructura colapsa ante esta marea metálica, mientras los peatones, condenados a la orilla, inhalan un veneno cotidiano. Aquí, la contaminación no es un dato en un informe: es el clima “normal” de la ciudad.

Pero la crisis del aire es apenas un capítulo. El agua, un recurso básico, es, de hecho, un privilegio. Barrios y colonias enteras esperan con ansiedad las horas en que las tuberías exhalen un hilo breve. Mientras, las promesas de nuevas represas o planes de distribución se disuelven en oratoria política. Así es la capital de un país con ríos caudalosos de basura y discursos vacíos.

Las calles del centro exhiben a diario su mercado de sobrevivencia: vendedores ambulantes que ofrecen desde frutas hasta chatarra tecnológica, niños que piden monedas, y ancianos que duermen en portales de edificios. La inseguridad en la ciudad es un tablero de ajedrez donde la violencia decide los movimientos, donde el miedo dicta la ruta más corta, y la hora de volver a casa es un milagro diario.

Y sin embargo, Tegucigalpa “festeja” sus 447 años. Luces de carnaval, conciertos, tarimas, neón y un gasto municipal que brilla como espejismo. La celebración no es para el pueblo, sino para la maquinaria electoral que se aproxima. El alcalde sonríe bajo reflectores de colores, convencido de que el estruendo de la música ahogará el murmullo de la indignación. La ciudad, convertida en escenario de propaganda, se disfraza de alegría mientras sus entrañas mueren de carencias.

Esta fiesta es una metáfora obscena. Mientras se encienden luces, las colonias se oscurecen en apagones. Mientras se inauguran carnavales, los barrios se ahogan en lodazales. El dinero que se derrocha en tarimas podría rescatar sistemas de agua, mejorar el transporte, limpiar ríos y calles. Pero la política entiende el poder como espectáculo, no como servicio.

Es irónico que esta ciudad, fundada hace más de cuatro siglos, celebre su aniversario no como una comunidad que mira al futuro, sino como un feudo político que se aferra a viejos métodos: clientelismo, farándula, pan y circo. Esta imagen de fiesta revela la verdadera estructura del poder: una municipalidad que administra la pobreza para cosechar votos, un municipio que prefiere el destello inmediato a la dignidad humana.

Tegucigalpa, la ciudad de los cerros y los contrastes, merece algo distinto a este simulacro. Su gente -obreros, estudiantes, comerciantes, mujeres que sostienen familias enteras- mantiene vivo el pulso a pesar del abandono. No es la alcaldía quien sostiene a Tegucigalpa; son sus habitantes, quienes cada día inventan maneras de resistir. Ellos son el “buen corazón” de una ciudad que respira con dificultad, pero que no se rinde.

Cuando las luces del carnaval se apaguen y la basura de la fiesta se acumule en las cunetas, la realidad seguirá ahí: un tráfico brutal, un caos que enferma, el agua que no llega, y una pobreza que no se oculta. Mientras los políticos calculan sus próximas campañas, la ciudad, esa inmensa contradicción, seguirá esperando un gobierno que la trate no como escenario de propaganda, sino como hogar de seres humanos.

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