Reporte Especial para Diario El Heraldo
Honduras atraviesa uno de los momentos postelectorales más delicados de su historia democrática reciente. A más de dos semanas de celebradas las elecciones generales del 30 de noviembre, el país sigue sin un resultado oficial proclamado por el Consejo Nacional Electoral (CNE), mientras crecen la incertidumbre ciudadana, la polarización política y las narrativas que buscan explicar —o justificar— un proceso que claramente no ha funcionado como debía.
La reciente sesión extraordinaria del Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos (OEA) puso sobre la mesa una radiografía incómoda, pero necesaria: el problema central del proceso electoral hondureño no es una intervención extranjera comprobada, sino una debilidad estructural interna, agravada por la politización de las instituciones electorales y por el uso estratégico de la desinformación.
El jefe de la Misión de Observación Electoral (MOE) de la OEA fue claro en su mensaje: el proceso ha estado marcado por fallas técnicas, retrasos administrativos, conflictos internos en el CNE y una gobernanza electoral excesivamente partidizada. Sin embargo, también fue explícito en otro punto clave: la misión no ha observado indicios que permitan dudar de los resultados electorales, ni evidencia de manipulación sistemática de actas físicas o de los sistemas informáticos.
Este matiz es fundamental. La OEA no describió un fraude electoral consumado, sino un proceso mal gestionado, donde la impericia técnica y la irresponsabilidad política han sido suficientes para erosionar la confianza pública. Las fallas del sistema de transmisión de resultados (TREP) no constituyen, por sí mismas, prueba de fraude; el núcleo legal del proceso sigue siendo el escrutinio de las actas físicas.
Lo que sí advirtió la misión, con preocupación, fue la circulación persistente de narrativas de fraude desde distintos actores políticos —incluyendo autoridades—, que han dañado seriamente la institucionalidad democrática y han convertido la incertidumbre natural de una elección cerrada en un arma política.
En ese contexto, el retraso en el inicio y avance del escrutinio especial ha sido más una consecuencia de disputas políticas que de obstáculos técnicos insalvables. La incapacidad del CNE para actuar con cohesión, independencia y celeridad refleja un problema de fondo:
las autoridades electorales siguen respondiendo a lealtades partidarias antes que a un mandato institucional.
En el centro de esa narrativa aparece la figura del Presidente estadounidense Donald Trump, quien, de manera directa y sin filtros, expresó públicamente su respaldo a uno de los candidatos y advirtió sobre posibles consecuencias en la relación bilateral si Honduras optaba por un rumbo político alineado con proyectos de izquierda radical.
No hay duda de que ese pronunciamiento fue inusual, improcedente en términos diplomáticos y ajeno a las formas tradicionales. Pero el debate serio no es si fue elegante o conveniente, sino si constituyó una injerencia indebida en el sentido jurídico y democrático del término.
Un pronunciamiento puede ser políticamente torpe o disruptivo sin necesariamente vulnerar la soberanía electoral de un país. La pregunta de fondo es: ¿informó o intimidó?
Las democracias modernas no existen en el vacío. Las decisiones electorales tienen consecuencias reales en materia de cooperación internacional, inversión extranjera, seguridad, migración y asistencia económica. Pretender que los votantes deban decidir sin conocer esos escenarios equivale a infantilizar la democracia.
Desde esta perspectiva, puede sostenerse que los ciudadanos hondureños tenían derecho a conocer cómo ciertos resultados electorales podrían afectar la relación con Estados Unidos, especialmente en un contexto regional donde gobiernos alineados con Venezuela y Nicaragua han visto deteriorarse sus vínculos con Washington y con los mercados internacionales.
Decir explícitamente lo que otros gobiernos suelen comunicar de forma privada no es, por definición, coerción. Es transparencia brutal, sí; pero también una forma de permitir que el elector evalúe costos y beneficios reales.
Resulta llamativo que quienes hoy denuncian “injerencia extranjera” hayan sido los mismos actores que, antes de que concluyera el conteo, se apresuraron a proclamar victorias sin sustento, a deslegitimar al CNE cuando los datos no les favorecían y a sugerir la nulidad del proceso desde posiciones que exceden sus competencias constitucionales.
Aquí emerge una distinción esencial: el Estado no es el partido de gobierno. Cuando un partido confunde su supervivencia política con la estabilidad del Estado, la democracia se convierte en rehén del poder.
La soberanía no se defiende negando la realidad ni fabricando enemigos externos. Se defiende con instituciones sólidas, árbitros electorales profesionales y una ciudadanía informada.
La verdad —como dice el viejo aforismo— nunca es triste. Lo que no tiene remedio es ignorarla.