Casi siempre que transito por ahí, están apostados a la orilla de la carretera, con las manos extendidas. Bien sea que haga frío, calor, caiga lluvia, sople viento, esté en buen estado la carretera o cubierta de polvo, sea temprano o tarde, aparecen puntuales, soportando la inclemencia de los elementos, llamando la atención o esquivando la indiferencia de quienes los miran desde las ventanas de automóviles y autobuses.
Cada vez que viajo en dirección a los cuatro puntos cardinales del país, me preparo para el variado carrusel alimenticio que me deparan los caminos y que provoca paradas obligatorias. Propicio para vivir la experiencia personal y nacional del “Encarguito de Anderson”, quienes gozan de confianza ya saben qué solicitud hacernos a los viajeros, dependiendo de la ruta por la que nos dirigimos.
Del que viaja al norte, se espera se tome su tiempecito para detenerse en Santa Cruz de Yojoa y traer piñas, cocos de agua, guineos y yuca (entre otros), escoger pescados en el lago, bajar la velocidad en Taulabé para cargar batidos, alcitrones y miel, y estacionarse en Siguatepeque para comprar verduras y frutas.
Al pasar por Comayagua, mangos (en temporada) y chicharrones (sí, de los Del Carmen), sin perdonar una pequeña parada en cualquiera de las atoleras para un elote o una meriendita con tamales y atol.
Al que viaja al sur se le encarga quesillo de Poloncho o que se detenga en El Taller, Sabanagrande para comprar rosquillas y quesadillas; si el marchante tuvo la oportunidad, no perderá chance para deleitarse con curiles en Jícaro Galán.
Si el destino es oriente, café de palo y rosquillas de El Tablón; si el destino es Olancho, chorizos, lácteos, rosquillas y quesadillas. Claro está (y eso lo sabe el lector o lectora) he mencionado la palabra “rosquillas” tres veces en este párrafo y en lo único que se parecen es en los ingredientes básicos y en el hoyo del centro, porque su sabor y apariencia varían según la región (sobre cuál variedad es la mejor o más sabrosa ni siquiera haré intento de juzgar para no ganarme la animadversión de los nativos).
La lista puede hacerse inmensa y tan solo hemos atisbado un poquito. Si el viajante anduvo por Santa Rosa de Copán, se le encargarán totopostes; si fue a Marcala, café de altura; si va por La Esperanza, fresas, duraznos en miel o vinos de frutas.
Si transitó por la carretera a Santa Bárbara, mazos de pacayas, con sus verdes palmitas enrolladas sobre los delgados y tiernos tallos y cogollos; y qué decir del que va a la costa, a quien no le queda de otra que cargar con tabletas y aceite de coco, so pena de recibir reclamos.
Cada estación del camino nos permite contribuir con laboriosas manos que han mantenido a los suyos, día a día, por generaciones. Por eso no me niego a hacerlas cada vez que viajo y tengo oportunidad. Piense en eso la próxima vez que un amigo o amiga viajen y pierda la vergüenza para pedir sus “encarguitos”.
A propósito, ¿conoce a alguien que viaje a Copán Ruinas en estos días? Tengo un antojo de empanadas que para qué le cuento.