El 30 de noviembre, Honduras celebró elecciones generales bajo reglas claras. Como observador electoral, presencié el primer corte del CNE, que evidenció que la contienda real se reducía al Partido Liberal y al Partido Nacional. Libre quedó fuera, pero impulsó una narrativa de fraude basada en especulaciones, aun cuando algunos de sus propios candidatos ya habían reconocido la derrota. Días después, Manuel Zelaya pasó de denunciar fraude a afirmar que el ganador era Salvador Nasralla. Más que un cambio de lectura, su mensaje reveló una estrategia política orientada a presionar el proceso y mantener capacidad de negociación en un escenario adverso.
La Constitución es contundente: Honduras es un Estado de derecho (art. 1) y la soberanía pertenece exclusivamente al pueblo (art. 2). Esa soberanía ya fue expresada en las urnas. Intentar anular un proceso completo sin pruebas vulnera ese mandato. El artículo 4 añade algo esencial: la alternabilidad presidencial es obligatoria y su infracción constituye traición a la patria. El derecho de elegir y ser electo también está protegido en el artículo 21 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y en el artículo 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
La Ley Electoral es igualmente clara. El recuento procede solo cuando existen indicios racionales y pruebas (art. 295). La nulidad se aplica únicamente en casos específicos de irregularidades en Juntas Receptoras de Votos, como falsificación de actas o violación de medidas de seguridad (arts. 297 y 298). Nada de esto ha sido acreditado. Las denuncias se han basado en audios falsos y especulaciones, algunas impulsadas desde instituciones estatales. Pretender anular toda la elección sin causales es improcedente y peligrosamente autoritario.
Las declaraciones de la presidenta Xiomara Castro y del titular del Congreso Nacional, Luis Redondo, anunciando que no reconocerían los resultados, no fueron una reacción espontánea ni un aumento de tensión: confirmaron un rumbo que ya se insinuaba antes de los comicios. Su postura reveló un plan político consistente en desconocer cualquier resultado que no favoreciera al oficialismo, en lugar de respetar la decisión soberana expresada en las urnas. Este comportamiento no solo es contrario al marco constitucional, sino que ayuda a explicar por qué la mayoría del electorado rechazó a Libre en las urnas y por qué su caudal presidencial no superó el 20%. Ni el Ejecutivo ni el Legislativo tienen competencia para validar o invalidar elecciones; esa función recae exclusivamente en el CNE y el TJE.
Es cierto que la contienda entre Nasralla y Asfura es estrecha, lo que genera tensión. Un margen reducido exige mayor transparencia, pero precisamente por eso es indispensable respetar las reglas y no sustituir el proceso por presiones políticas.
A pesar de todo, el pueblo hondureño demostró madurez democrática. Fue la ciudadanía -y no la clase política- quien movió la pieza decisiva: el jaque que evitó un retroceso autoritario.
Honduras necesita fortalecer su gobernabilidad: avanzar hacia la segunda vuelta electoral y modernizar la transmisión de resultados. El jaque democrático ya ocurrió. Ahora toca protegerlo y consolidarlo.