Honduras, enclavada entre Nicaragua y El Salvador, dos naciones marcadas por el autoritarismo y las heridas profundas que dejan los caudillos absolutistas, enfrenta la difícil pero crucial tarea de consolidar su democracia a través del respeto irrestricto a las urnas. En tiempos convulsos, donde las figuras mesiánicas parecen alzarse como alternativas tentadoras ante las crisis, es vital que Honduras recuerde que su camino hacia el progreso y la estabilidad no transita por la senda de héroes o villanos, sino por la sólida institucionalidad democrática.
La democracia no es solo un sistema político; es el único método probado para gestionar las diferencias sin recurrir a la violencia, en cada proceso electoral, donde cada votante confía en que su elección será respetada y cada candidato acepta dignamente tanto la victoria como la derrota. En un país como Honduras, donde el fantasma del autoritarismo acecha en sus fronteras inmediatas, mantener este pacto democrático se vuelve aún más urgente.
El Salvador, con su deriva hacia una política personalista y Nicaragua, sumida en el despotismo familiar, representan espejos en los cuales Honduras empieza a reflejarse. La democracia hondureña, aunque imperfecta y frágil, sigue siendo la mejor defensa frente a los cantos de sirena de los “mesías” que prometen soluciones inmediatas, pero que, inevitablemente, derivan en la concentración abusiva del poder.
Señoras y señores, entiendan que la democracia es un pacto que permite la convivencia civilizada y la libertad individual en sociedades complejas, donde las señales autoritarias pueden arrastrar a este pueblo hacia la oscuridad del poder absoluto, del caudillismo anacrónico y del desprecio hacia las instituciones republicanas.
Nuestra historia nos ha demostrado, de manera contundente y repetida, que las soluciones mesiánicas no existen. Honduras no necesita salvadores providenciales ni líderes iluminados que pretendan imponernos sus designios desde la arrogancia del poder concentrado en unas pocas manos. Lo que requiere con urgencia es una democracia sólida, vibrante y comprometida con el respeto absoluto a la voluntad popular expresada en las urnas.
Quienes hoy padecen la resaca carnavalesca del autoritarismo, embriagados por espejismos de control absoluto, pretenden convencernos de que la democracia es una debilidad, un capricho o una farsa manipulable. Pero se equivocan gravemente. La democracia es nuestra fortaleza más grande, es el antídoto contra la arbitrariedad, contra la injusticia y contra la violencia Institucionalizada.
Defender la democracia implica asumir con responsabilidad y coraje el compromiso ciudadano de proteger los espacios de participación política, de diálogo plural y de fiscalización transparente del poder público. Implica entender que ninguna persona ni ningún partido pueden estar por encima del voto soberano, y que ninguna autoridad tiene el derecho a despreciar, desconocer o alterar el mandato popular.
La democracia hondureña, aunque joven y todavía imperfecta, es una conquista colectiva irrenunciable. Frente a las amenazas internas y externas, y a las provocaciones irresponsables de aquellos que aún añoran privilegios de antaño, nuestro deber como sociedad es responder con firmeza en defensa de la institucionalidad democrática.
No permitamos que el espejismo tirano, disfrazado de eficiencia o seguridad, nos arrebate lo más valioso que hemos construido: la libertad de decidir nuestro futuro, de expresar nuestras opiniones y de vivir en paz dentro del respeto mutuo. Honduras merece democracia plena y auténtica; y esa lucha, la más digna de todas, es tarea cotidiana de cada hondureño comprometido con la justicia, la igualdad y la dignidad humana.