Ya no bastan las alegrías que producen los triunfos futbolísticos para que ese esquivo buen humor retorne al ánimo de la población. En la mañana del odioso lunes, la gente que antes compartía una cómplice sonrisa mantiene un rostro adusto, similar al del ceño fruncido que porta al salir al trabajo. Los automóviles explotan con sus agresivos cláxones, acompañados de gritos que de tanto en tanto asoman por las ventanas dedicando sonoros insultos que harían ruborizarse a los villanos de antaño.
Transeúntes atraviesan calles y bulevares, para subirse a las rugientes máquinas que los llevarán a su rutinario destino, en un ambiente invadido de música altisonante y pasajeros absortos en los detalles y sinsabores de su diaria batalla por la supervivencia. Quizás comenten con el viajero de al lado las comunes vicisitudes actuales, con una queja o mueca de resignación, haciendo en silencio cálculos sobre cómo ajustar el presupuesto del viaje de regreso o del mes.
Sin euforias ni grandes alegrías deportivas, los días continúan como siempre: con fabulísticas campañas políticas, en medio de precios altos y medias docenas de desvividos, aunque las autoridades se rasguen vestiduras afirmando lo contrario. Ni la pobreza ni la violencia, mucho menos sus hermanas mayores la corrupción y el subdesarrollo, desaparecen por decreto, grandilocuencia y pauta publicitaria. Están casi olvidados aquellos días en que nada de eso importaba, si el embriagante sabor del opiáceo éxito del seleccionado nacional o del equipo campeón de la liga hacía olvidar cualquier tragedia, fuera esta persistente o imprevista.
Las tormentas -que suelen recordarnos la vulnerabilidad del territorio y afectan el desempeño de los equipos en la cancha- ya no son excusas para suspender campañas políticas ni promover austeridad en los gastos. Mas bien la eventual proximidad de una temporada de huracanes e inundaciones puede ser la excusa perfecta para ponerse botas de hule, subirse en lanchas, inventarse heroísmos y estrenar campañas para “enamorar” a la población del país, sin que medien tristezas ni ansiedades (“en campaña todo se vale, hasta hacerse selfies y posar junto a la desgracia”).
Los partisanos se aferran a sus colores y banderas con una pasión que no conoce de lógica ni razón (como en el fútbol). Discuten con los contrarios, sin conceder méritos ni reconocer fallas. Acusan al otro de tramposo, sin ver sus propias triquiñuelas (“viveza” las llaman), prefiriendo antes culpar de cualquier error al árbitro y al cronista, que aceptar la responsabilidad de su equipo y líder en la derrota. Como si fuera una potra de barrio, si hay triunfo será de todos y sobrarán padres putativos; pero si el resultado es adverso, será porque les hicieron trampa y la responsabilidad será ajena.
Y el día después, cuando ese domingo pase, al igual que con el balompié, todo volverá a ser igual. Con malas caras y recordatorios filiales, mentiras de políticos sonrientes, con los precios más altos y medias docenas de hondureñitos menos