Hace unos cuatro años, cuando me tocó profundizar en la Educación Intercultural Bilingüe (EIB), la que se encarga de la educación de los pueblos indígenas y afrodescendientes de Honduras, me di cuenta de que las cosas no iban muy bien. El objetivo principal es que quienes se someten a ella manejen dos códigos lingüísticos y culturales, de manera que ni vivir en su contexto ni salir al del resto del país signifique una dificultad.
Lo más preocupante es que, debido a muchos factores, los niños y jóvenes tenían, para entonces, problemas con ambas lenguas. Y supongo que, al día de hoy, en un proceso tan complejo, muy pocas cosas pudieron haber cambiado. Lo más grave es que, contrario a lo que se suele pensar, los problemas de lengua no son solamente de expresión o comprensión, sino de organización del pensamiento.
La actual pandemia nos ha sometido por varias razones, la naturaleza misma del virus (de fácil infección y prudente incubación), malas decisiones y quizá la más importante: la capacidad comunicativa. Para que un proceso de comunicación sea completo es necesario no solo que haya un emisor con un mensaje que llega a un receptor, sino que hay una repuesta esperada con un objetivo previos, que es la manera en la que el receptor asimila y dinamiza lo que el otro le quiso decir. Evidentemente hemos fracasado en transmitir lo que significa este virus y la estrategia para librarnos de él. No puede darse por cerrado el ciclo comunicativo porque no hemos logrado modificar conductas a la escala deseada.
Entonces, tenemos un sistema de educación para los pueblos indígenas y afrodescendientes que no está alcanzando sus objetivos. Es decir, que los niños y jóvenes no alcanzan un nivel óptimo de comunicación y, por otro lado, hay un virus cuya salvación está en la correcta comunicación, el resultado no puede ser uno deseable.
Y no quiero que se me mal interprete, porque más allá de cuáles son los índices de analfabetismo en las regiones de los pueblos indígenas estoy pensando en que las competencias comunicativas de las personas, y eso es ya pensar en una dimensión enorme, quizá no les permiten configurar la dimensión de lo que se está viviendo. Y con esa dimensión van las respuestas. Si yo creo que algo no es muy importante, doy respuestas poco importantes; si yo creo que algo es trascendental, doy respuestas trascendentales.
No basta traducir unas instrucciones y unos mensajes a garífuna, a inglés isleño, a miskitu o a tawahka, que está bien, lo necesario no se puede hacer ya: el trabajo en la base. Y claro, como todo en un país pobre, el problema se llama presupuesto. Rodeado obviamente de una enorme cantidad de factores que impiden que los procesos de esta educación específica lleguen a sus metas.
Tampoco quiero que parezca que estoy cayendo en el pecado que cometemos a veces los lingüistas: creernos superhéroes, pecado porque es ponernos de inmediato en una posición de superioridad y (¡lo peor de todo!) asistencialista. No, nosotros no salvamos lenguas ni culturas, ofrecemos herramientas científicas para que los pueblos indígenas y afrodescendientes decidan qué hacer con sus lenguas y sus sistemas culturales. Así que habría que preguntarles a ellos si les gusta o les conviene más decir “distanciamiento social” en español o en su lengua. No importa. Lo importante para mí es que les salve la vida.