El cierre de 2025 no trae certezas plenas. Deja, más bien, un país cansado de un proceso electoral largo, tenso y marcado por la polarización. El conteo se extendió más de lo razonable y expuso, una vez más, la fragilidad del Consejo Nacional Electoral frente a la presión política y la manipulación deliberada de los partidos en contienda, en un vacío donde el voto ya ocurrió, pero el país aún no sabía qué hacer con él.
La declaratoria oficial puso fin a ese limbo. No fue un acto épico ni una victoria democrática: fue el cumplimiento de un procedimiento que debió resolverse con normalidad. En Honduras, sin embargo, ese cierre era indispensable para evitar que la incertidumbre siguiera siendo utilizada como herramienta de confrontación y desgaste institucional.
Con la declaratoria inicia un nuevo período de gobierno encabezado por Nasry Asfura. No como promesa de redención ni como punto de partida ideal, sino como una responsabilidad concreta y acotada en el tiempo: cuatro años para gobernar con integridad en un país profundamente escéptico.
El gobierno saliente deja una deuda evidente. A pesar del discurso reiterado sobre justicia y combate a la corrupción, los resultados fueron limitados y no lograron traducirse en sanciones ejemplares contra redes de corrupción de alto impacto. Como aprendió el país -otra vez-, la épica sin instituciones termina siendo solo retórica. Esa distancia entre promesa y resultado volvió a erosionar la confianza ciudadana.
Por eso, cualquier expectativa hacia el nuevo gobierno no puede ser ingenua ni complaciente. No hay espacio para cheques en blanco ni indulgencias anticipadas. Si realmente quiere marcar un nuevo destino para el país, debe empezar por donde siempre se falla: combatir la corrupción sin selectividad, sin pactos y sin excusas; no como una consigna política, sino como una obligación básica del ejercicio del poder.
La relativa calma que comienza a percibirse no debe confundirse con olvido. Es apenas una pausa necesaria para restablecer condiciones mínimas de gobernabilidad y confianza social. Esa estabilidad no la garantiza un partido ni una figura presidencial, sino el respeto a la ley, la transparencia en las decisiones y la coherencia entre discurso y acción.
El país ya cumplió: votó, esperó y soportó la incertidumbre. Ahora corresponde a quienes gobernarán demostrar, con hechos verificables, que entienden algo esencial: la esperanza no se proclama, se administra; no se construye con retórica, sino con instituciones que funcionan y con justicia que no distingue apellidos ni colores políticos