“Cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar” reza un popular refrán que nos recuerda que debemos prestar atención a lo que acontece a nuestro alrededor, para estar adecuadamente prevenidos. El adagio puede aplicarse a circunstancias individuales del diario vivir, como al predecible comportamiento colectivo.
En los años ochenta muchos leíamos con una mezcla de indiferencia y curiosidad lo que ocurría en el sur del continente. Personajes rocambolescos hacían de las suyas, comprando todo lo que su dinero les permitía. Fastuosas residencias, zoológicos soñados en la infancia, omnipresencia mediática, compañía femenina de hermoso porte o masculina de temible apariencia. Con historias propias que emulaban las miserias narradas por Víctor Hugo, vivían como personajes de cuento de hadas, en los que todo lucía mágico: la fortuna parecía transmutarse de la nada, con fondos inagotables como su generosidad con los más pobres -a quienes entendían mejor que nadie, porque compartían su anónimo origen. Acostumbrados a un ritmo de vida superlativo, la palabra “límite” no existía en su vocabulario y así lo demostraban con su vigencia en los negocios, la política, el deporte, la farándula.
Con el correr del tiempo, vimos cómo evolucionaron las andanzas de estas celebridades. Magnates -ya no solo del sur, sino del norte- gracias a su accionar ilícito, desafiaron a los Estados y la institucionalidad de los países en que vivían, trasladando sus historias y fotos desde las páginas sociales locales, hacia las de la política y la nota roja nacional -que llenaron con harta sangre y fuego- antes de terminar en los grandes titulares de los reportajes internacionales, como modernos “Dillinger”. Cuando esto último ocurrió, la historia no era más la de príncipes, ni de heroicos Robin Hood, sino la de rabiosos lobos vestidos con piel de oveja.
Como era de esperarse, sus andanzas se apoderaron de la televisión. Las escenas dramatizadas en telenovelas elogiaron sus vidas grandilocuentes y su determinación de triunfar a cualquier costo. Sus acentos y jerga extrañas se hicieron cotidianas, al igual que el gusto por la música que contaba sus “hazañas”, así estuvieran salpicadas de poder, violencia y dolor, o patrocinadas por indolentes marcas comerciales. Menos ficticia era su certera seducción de los caudillos políticos, además de sus más caros parientes y colaboradores, que ocurría tras bambalinas: a ellos ofrecieron y donaron generosas contribuciones para ganar elecciones, ante cámaras cándidas que registraron con fidelidad el modelo del infalible negocio.
Inexorable, el reloj ha seguido su marcha y nos ha regalado renovados capítulos de la saga de los grandes señores y sus delfines. Las barbas crecieron en medio de abrazos y balazos, los acólitos sumaron fieles y altares a la Santa Muerte, dibujaron nuevas fronteras y rescribieron historias. Y en medio de risas, una fraterna porción y un solidario mensaje de lealtad bastaron para una delación e inmolarse