La migración masiva de hondureños hacia Estados Unidos no es nueva, pero en los últimos años ha tomado un carácter casi desesperado. Escuchaba el editorial de un medio de comunicación hondureño en el que se retrataba con crudeza la tragedia que viven miles de migrantes centroamericanos. Para muchos hondureños, el viaje hacia el norte es menos un sueño y más una lucha por la supervivencia: “¿por qué arriesgarlo todo? Porque en muchos casos no es solo un deseo de mejorar, sino una necesidad de sobrevivir”, se planteaban.
Las causas de este fenómeno son múltiples y profundamente estructurales. Honduras enfrenta una combinación explosiva de violencia, pobreza, corrupción e inseguridad. Barrios enteros en ciudades como San Pedro Sula o Tegucigalpa están dominados por pandillas que extorsionan, asesinan o reclutan por la fuerza. A esto se suma un sistema de justicia colapsado, instituciones débiles y una economía incapaz de generar empleo digno. El editorial también señalaba que la indiferencia ante el sufrimiento de quienes solo buscan una vida digna es una herida en la moral de la sociedad. En este sentido, la responsabilidad no es solo internacional. El Estado hondureño ha fracasado en garantizar condiciones mínimas para que su población no tenga que huir. La migración, lejos de ser una elección libre, se ha vuelto un acto de resistencia contra un entorno que niega oportunidades.
Uno de los puntos más sensibles es el futuro del Estatus de Protección Temporal (TPS), que ha protegido a más de 57,000 hondureños desde 1998. Su cancelación deja a miles en un limbo legal, temiendo ser deportados a un país que muchos no han pisado en décadas. La migración hondureña no es una crisis ajena ni pasajera. Es una realidad que exige respuestas humanas, duraderas y multilaterales. Porque mientras Honduras no ofrezca esperanza, miles seguirán saliendo cada año, cruzando fronteras con más miedo que fe.