Establecíamos en nuestro artículo de ayer publicado en esta misma columna que el agua no es únicamente una sustancia física: es símbolo del tiempo, del tránsito, de la continuidad que no permanece igual y sin embargo no se extingue. El árbol, en cambio, manifiesta otra dimensión de la existencia. Sus raíces hundidas en la tierra y sus ramas elevadas al cielo lo convierten en una imagen de verticalidad ontológica.
Representa la unión de lo material y lo espiritual, de lo inmediato y lo trascendente. No es un objeto aislado, sino un nodo de relaciones: vive en interacción con el agua, la luz, el aire y la tierra. En este sentido, el árbol revela que la existencia no puede pensarse como algo separado, sino como una red de interdependencias. Desde Oriente hasta Occidente, el árbol ha simbolizado la permanencia, el crecimiento y la posibilidad de iluminación. Es, a la vez, materia viva y metáfora de la conciencia.
Agua y árbol no existen de manera independiente. Uno fluye y se transforma sin cesar; el otro permanece y da forma. Uno es símbolo del tiempo, el otro del ser. Su unión encarna la dialéctica fundamental de la vida: el cambio que busca permanecer, la permanencia que se alimenta del cambio. Allí donde el agua nutre al árbol, el tiempo sostiene al ser; y allí donde el árbol absorbe el agua y la transforma en vida, el ser se encarna en el tiempo.
La creación del agua y de los árboles, vista desde la filosofía, no es un hecho cerrado ni un episodio del pasado, sino un proceso permanente. Cada gota y cada brote recuerdan que la existencia no está dada de una vez por todas, sino que se renueva en un devenir constante. El agua nos enseña que nada permanece inmóvil; el árbol nos muestra que todo cambio busca una forma de arraigo. En ellos se revela una verdad esencial: la vida no es solo materia, es también sentido, y su creación es una invitación a pensar y cuidar aquello que nos sostiene y que nos trasciende.
