A veces me imagino sentado frente a Sócrates, el filósofo que más que enseñar, hacía preguntas. Me gustaría decirle: “Sócrates, quiero entender la vida, la sociedad y nuestro pasado, pero todo parece tan confuso hoy”. Y seguramente él me respondería con otra pregunta: “Dime, ¿qué es entender?”
Con Sócrates a mi lado, hablaríamos de la filosofía como esa búsqueda constante de la verdad. Él me recordaría que no se trata de acumular respuestas, sino de aprender a cuestionar lo que damos por seguro. Me hablaría de la sociedad y de cómo, aunque creemos actuar libres, nuestras decisiones siempre están condicionadas por el entorno, por las leyes y por los demás. Tal vez mencionaría a Durkheim y me haría notar que cada uno de nosotros es parte de un todo más grande, que nos influye incluso sin que nos demos cuenta.
Luego, nuestra conversación giraría hacia la historia. Sócrates insistiría en que conocer el pasado no es solo memorizar fechas o batallas, sino entender los errores y aciertos que nos moldean. Recordaría a Von Ranke, y me diría: “Si no vemos los hechos como realmente ocurrieron, ¿cómo podremos aprender de ellos?”.
Al final, sentarse a hablar con Sócrates sería un recordatorio de que pensar, cuestionar y reflexionar es más importante que tener certezas absolutas. Me enseñaría que el camino del conocimiento no tiene fin, y que cada pregunta que hacemos es, en realidad, un paso hacia comprendernos mejor a nosotros mismos y al mundo que habitamos.
Conversar con Sócrates no es solo un ejercicio imaginario; es un llamado a mantener viva la curiosidad, a no conformarnos con lo que nos dicen y a buscar siempre la verdad, aunque sea solo un poco a la vez. Porque, al final, el verdadero conocimiento empieza cuando nos atrevemos a preguntar.
