En Honduras, como en muchos países de América Latina, el periodismo no se distribuye de forma equitativa. La mayor parte de la cobertura informativa -y, por tanto, del poder narrativo- se concentra en Tegucigalpa y San Pedro Sula. Esta centralización
ha generado un fenómeno que afecta directamente la manera en que se representa el país: el regionalismo periodístico.
El regionalismo periodístico se manifiesta cuando ciertos territorios, usualmente urbanos y céntricos, reciben toda la atención mediática, mientras que las regiones rurales, indígenas, afrodescendientes o periféricas quedan en el silencio o son retratadas de forma estereotipada.
En otras palabras, el país que aparece en los medios no siempre es el país que vive la mayoría de la gente. En departamentos como Gracias a Dios, Intibucá, Ocotepeque o El Paraíso, muchas historias simplemente no se cuentan.
Las luchas por el agua, el acceso a la salud, la violencia territorial o las iniciativas comunitarias apenas figuran en los grandes titulares. Y cuando aparecen, es usualmente desde una mirada externa que no comprende los matices locales.
Este vacío informativo refuerza desigualdades: si no se cuenta, no se ve; si no se ve, no se apoya; y si no se apoya, las brechas se ensanchan. Así, el periodismo deja de ser un puente y se convierte en un muro. El regionalismo periodístico no es solo geográfico, también es social. Las voces que dominan los medios suelen ser de élites políticas, económicas o académicas con base en las grandes ciudades.
¿Dónde están las voces de las comunidades lencas? ¿De los pescadores garífunas? ¿De los agricultores de La Paz o de las mujeres defensoras de derechos en Yoro?
Darles espacio no es caridad, es justicia mediática. Y también, una manera de enriquecer el periodismo con otras miradas, otras formas de vida y otras verdades.