Honduras juega ajedrez político. Solo que el tablero está roto, faltan piezas y ambos jugadores insisten en que van ganando.
Los nacionalistas juegan con piezas azules y hablan de orden y seguridad, aunque ese mismo “orden” suele terminar empujando a la gente a buscar futuro fuera del país.
Los liberales juegan con piezas rojas y prometen ser distintos, hasta que gobiernan y descubren que la diferencia era más de discurso que de resultados.
Los peones -la ciudadanía- avanzan, pero casi siempre fuera del tablero. Se les sacrifica en programas que suenan bien en campaña y desaparecen en la práctica. Cuando reclaman, la jugada se llama “desestabilización”.
Las torres, las élites económicas, nunca cambian de esquina. Hoy protegen al rey azul, mañana al rojo. Son las mismas desde hace décadas.
Los caballos, los diputados, saltan de un color a otro con una agilidad admirable, aunque a veces ni ellos sepan
exactamente para quién juegan.
Los alfiles, los medios, se mueven en diagonal: informan, pero rara vez directo al punto, siguiendo la línea que marque el dueño del tablero.
La partida se repite desde los años 80. Mismos apellidos, mismas prácticas, distinto color de camiseta. Azul promete hospitales, rojo promete escuelas. Pocos se construyen, muchas mansiones sí.
Y cuando alguien intenta cambiar las reglas para quedarse más tiempo, el rival grita “dictadura”... hasta que le toca su turno y descubre que la Constitución también admite interpretaciones.
Mientras tanto, el hondureño promedio vende baleadas fuera del estadio, juntando para el pasaje al norte.
Cada cuatro años la elección es sencilla:
¿prefiere que lo ignoren en azul o en rojo?
Bienvenidos a la democracia hondureña: donde las reglas se ajustan sobre la marcha y el juego nunca termina.