¿Qué significa ser americano? La retórica constante de Trump

Donald Trump ha convertido “América” en un grito de guerra: no de unidad, sino de exclusión, alimentando el nacionalismo y la supremacía anglosajona

  • 17 de julio de 2025 a las 00:00
¿Qué significa ser americano? La retórica constante de Trump

Por Greg Grandin/The New York Times

Ningún Presidente en la historia de Estados Unidos ha usado la palabra “América” con tanta eficacia como Donald Trump —no para invocar la unidad, sino como combustible para mantener viva la llama de las guerras culturales. América, América: ¡Que sea grandioso! Ya es grandioso. Que siga siendo grandioso. América debe serlo. América lo será. América primero.

“América”, dijo Stephen Miller, subjefe de gabinete de Trump e impulsor de gran parte de su política nacionalista, “es para los americanos y sólo para los americanos”.

Pero, ¿qué significa ser americano si hombres armados y enmascarados pueden tomar de las calles a cualquiera, ciudadano o no, obligándolos a subir a vehículos sin identificación —a desaparecer, si Trump se sale con la suya, en la remota Luisiana o llevado a un campo de prisioneros en El Salvador?

Trump y agentes como Miller están librando una guerra no sólo contra los migrantes, sino también contra el concepto de ciudadanía. De acuerdo con un reporte, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) expulsó a 66 ciudadanos durante el primer mandato de Trump, y ahora él ha emitido una orden ejecutiva que pone fin a la ciudadanía por nacimiento. Su Gobierno está exiliando a niños nacidos en Estados Unidos. El Departamento de Justicia afirma estar “priorizando la desnaturalización”, estableciendo un marco para revocar la ciudadanía a los ciudadanos naturalizados que la Casa Blanca considere indeseables.

El Vicepresidente J. D. Vance admite que la expansión del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) es el núcleo de la agenda de la Casa Blanca. En publicaciones en redes sociales, refutó las preocupaciones sobre el emblemático proyecto de ley de política nacional del Presidente. Nada más importaba, dijo —ni la deuda ni los recortes a la atención médica— comparado con asegurar el “dinero del ICE”. Ahora, la agencia, que ya actúa como una fuerza policial secreta, contará con 75 mil millones de dólares adicionales para impulsar sus operaciones.

La guerra de Trump contra la ciudadanía va de la mano con su politización del nombre de América, y aunque la primera no tiene precedentes en su intensidad, la segunda se nutre de una larga tradición. Durante la primera mitad del siglo 18, la mayoría de los habitantes del hemisferio occidental se referían a todo el Nuevo Mundo como América. Luego, alrededor de la década de 1760, como reacción a los esfuerzos de la corona británica por establecer un control más estricto sobre sus posesiones en el Continente Americano, los súbditos británicos disidentes comenzaron a usar “América” en dos sentidos: para referirse tanto al Nuevo Mundo como a su pequeña parte de ese mundo. En 1777, los Artículos de la Confederación dieron al nuevo país el nombre de Estados Unidos de América, pero también se refirieron a él simplemente como América. Esta fusión era aspiracional, pues muchos en Estados Unidos esperaban que la nación abarcara todo el hemisferio, o por lo menos que pronto llegara al Pacífico.

George Washington fue uno de los primeros en apropiarse de América exclusivamente para Estados Unidos: “El nombre de americano pertenece a ustedes”, dijo a los ciudadanos estadounidenses en su discurso de despedida de 1796.

En contraste, los revolucionarios que buscaron deshacerse del dominio español no tomaron el nombre de América como propio. Para ellos, América simbolizaba el internacionalismo. El líder político colombiano Francisco de Paula Santander escribió en 1818 que importaba poco dónde había nacido exactamente, pues era “nada menos que americano, y mi país es cualquier rincón de América que no esté gobernado por los españoles”. Simón Bolívar, el venezolano que liberó gran parte de Sudamérica, esperaba que una América libre —toda ella— guiara a la humanidad hacia un futuro gobernado por la ley y la justicia.

Algunos en Estados Unidos compartían esta visión. En su discurso del Día de la Independencia de 1821, John Quincy Adams, el Secretario de Estado que luego se convertiría en Presidente, dijo que “América” dio al mundo los principios de “libertad, justicia y derechos equitativos”.

Adams observó con desesperación cómo el “anglosajón esclavista y exterminador de indígenas” se convertía en un arquetipo nacional heroico. Creció el impulso para la guerra con México, particularmente después de que los colonos esclavistas “texianos” blancos se liberaron del dominio mexicano en 1836. Los tejanos afilaron el borde supremacista de la identidad blanca en oposición a México, en la fantasía de que la nueva República de Texas era sólo un paso para convertir todo el continente en una patria para los anglosajones.

El anglosajonismo fruto de la guerra se convirtió en un rasgo fundamental del americanismo, cuyas virtudes se definieron contra los presuntos vicios de los hispanoamericanos. “Un gobierno republicano bueno, estable, justo y equitativo nunca existirá en las repúblicas españolas, hasta que la raza anglosajona tome las riendas del Gobierno en toda Sudamérica”, escribió The New York Morning Herald en 1839.

Estados Unidos anexó Texas en 1845 y, al año siguiente, invadió México. Para 1848, el Ejército estadounidense había ganado la guerra, y aunque muchos expansionistas entusiastas estaban a favor de apoderarse de “todo México”, la opinión del Senador John C. Calhoun, de Carolina del Sur, imperó. Él advirtió que incorporar a las “razas mixtas” de México al País mermaría el dominio “caucásico”. El Congreso se limitó a tomar sólo la mitad norte menos densamente poblada de México.

Hispanoamérica ideó una respuesta perdurable al anglosajonismo tras la invasión de Nicaragua por William Walker en 1855. Walker, un mercenario de Tennessee, fracasó en su intento por “americanizar” Nicaragua, pero sus acciones indignaron tanto a los hispanoamericanos que comenzaron a hablar de dos Américas irreconciliables. Al añadir el adjetivo “latino” a América, se retrataron como más humanistas, espirituales y más sintonizados con la interdependencia social de la existencia humana que sus vecinos individualistas, egoístas, conquistadores y esclavizadores “sajones” del norte.

Hoy, el uso de “América” para referirse a Estados Unidos se ha vuelto rutinario; la mayoría de los angloparlantes lo usan sin intención hostil. Aun así, muchos latinoamericanos se irritan cuando representantes de Estados Unidos toman el nombre “América” como si no existiera Latinoamérica. Y cuando Miller dice “América es para los americanos”, la malicia es palpable.

La banda norteña mexicana Los Tigres del Norte canta que todo el Nuevo Mundo es “América” y que “todos los nacidos aquí son americanos”. “Somos más americanos que el hijo del anglosajón”, dice otra de las canciones de la banda.

La disputa sobre el significado de América revela el nacionalismo MAGA tal como es: la expresión más reciente de la supremacía anglosajona —un deseo por dominar el mundo, pero sin rendirle cuentas.

Greg Grandin es profesor de historia en la Universidad de Yale en Connecticut y autor de “America, América”. Envíe sus comentarios a intelligence@nytimes.com.

© 2025 The New York Times Company

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