Por Will Freeman / The New York Times
El mes pasado, la Presidenta Dina Boluarte se convirtió en la tercera líder peruana en ser sometida a juicio político en cinco años. Con un índice de aprobación de alrededor del 3 por ciento, se había convertido, bajo algunos cálculos, en una de las Jefes de Estado más detestadas del mundo.
Uno pensaría que, ahora, el País estaría celebrando. Boluarte, quien asumió súbitamente el cargo en diciembre del 2022 luego de que su antecesor enfrentara juicio político, fue ampliamente culpada por los peruanos por no evitar que fuerzas de seguridad estatal abatieran a manifestantes y después por una creciente oleada de violencia pandillera, extorsiones y homicidios. La toma de protesta de José Jerí, presidente del Congreso, como Presidente interino, con elecciones generales programadas para abril, parecería señalar que un reinicio podría llegar pronto.
Sin embargo, en Perú, quién ocupa la Presidencia importa cada vez menos. El verdadero poder para tomar decisiones se ha trasladado a una difusa coalición de agentes de poder político, muchos de los cuales han sido acusados de tener vínculos con redes de corrupción. Entre ellos figuran Keiko Fujimori, hija del último autócrata de Perú y una posible contendiente a la Presidencia; José Luna Gálvez, un prominente líder partidista; y Waldemar Cerrón, un legislador famoso, entre varios más.
Los peruanos saben que un nuevo Presidente no necesariamente significa un cambio en quién gobierna: aún después del juicio político de Boluarte, muchos siguieron protestando contra el fracaso del Gobierno para frenar al crimen organizado.
En Perú, no hay un autócrata elegido o un líder populista autoritario. Jerí es el séptimo Presidente en asumir el cargo desde el 2018. Pero muchas de las libertades básicas que asociamos con las democracias funcionales están desapareciendo: la libertad de trabajar sin ser extorsionado, de denunciar delitos o la corrupción oficial sin represalias o incluso de caminar por la calle sin miedo a las pandillas.
El liberalismo occidental ha sostenido desde hace mucho que la principal amenaza a la libertad política y personal proviene de gobernantes sin limitaciones. Siempre que haya restricciones al poder del Estado —pesos y contrapesos que funcionen— se supone que la libertad prospera.
La historia reciente de Perú y varias democracias latinoamericanas más, entre ellas Brasil, Colombia y México, muestra que hay otra forma incluso más insidiosa en la que puede morir la libertad: cuando el Estado es incapaz o no está dispuesto a limitar poderes privados depredadores —narcotraficantes, mineros ilegales de oro, tratantes de personas, fraudes por corrupción— y a los funcionarios y políticos que hacen negocios con ellos.
Yo llamo a estas fuerzas poderes paralelos. Paralelos porque no están totalmente dentro del Estado (como las fuerzas de seguridad de dictaduras), pero tampoco totalmente fuera de él. Para que estos poderes prosperen como lo hacen, las autoridades estatales deben, como mínimo, tolerarlos. En algunas partes de Latinoamérica, las autoridades los acogen a tal grado que la línea entre autoridad oficial y crimen se ha desvanecido.
Durante los últimos años, los poderes paralelos de Perú han dividido al País en una amalgama de feudos —en los que líderes indígenas, ambientalistas, periodistas y organizadores sindicales que se resisten son cada vez más acosados y asesinados de forma tan poco escrupulosa y con casi tanta impunidad como en muchas dictaduras.
Un puñado de las familias más políticamente poderosas de Perú ha permitido esto. En años recientes, han formado una coalición dispersa e intermitente para aprobar lo que muchos peruanos llaman de forma burlona, pero acertada “leyes procrimen”, sobre todo para acallar sus propias investigaciones delictivas.
Dichas leyes frenan las herramientas de investigación de fiscales, protegen a mineros y taladores ilegales y, en la práctica, sirven a las economías ilícitas de Perú. Las leyes crean un Estado en el que pandillas, mafias y jefes locales crean y hacen cumplir sus propias leyes privadas de facto.
Es un acuerdo rentable para quienes están en la cima. Las minas de oro ilegales de Perú producen miles de millones de dólares en oro anualmente. Perú produce más coca, la materia prima para la cocaína, que cualquier país además de Colombia. Uno de cada tres peruanos reporta conocer personalmente a una víctima de extorsión.
Este tipo de mal gobierno es más sigiloso que una dictadura —y potencialmente más resistente. Los agentes del poder político de Perú dicen que la maquinaria de la democracia aún funciona y pronto habrá elecciones competitivas. Pueden echarse la culpa unos a otros. Incluso si las elecciones aniquilan a sus protectores políticos, es probable que las economías ilegales de Perú recluten nuevos. Una sólida demanda mundial de las principales mercancías ilegales de Latinoamérica —cocaína y oro— significa que nunca carecerán de dinero.
También es más difícil saber cómo resistir este tipo de sometimiento. Los opositores de autócratas o de partidos gobernantes represivos tienen una meta clara: derribar al dictador. Esto puede ayudarlos a hacer a un lado sus diferencias y organizarse. Pero la desorganizada mayoría que se opone al actual naufragio de Perú necesita acumular poder tanto en la sociedad estatal como la civil para frenar la depredación. Si los peruanos pueden identificar y unirse en torno a un candidato que comparta esta visión, las próximas elecciones podrían abrir una pequeña ventana para el cambio.
Incluso entonces, Perú y Latinoamérica aún se toparán con el mismo enigma: ¿qué hacer cuando la libertad muere sin un dictador?
Will Freeman es investigador de estudios para AL en el Council on Foreign Relations. Envíe sus comentarios a intelligence@nytimes.com.
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