El viaje emocional de una madre en París: amor, separación y redescubrimiento

Una mañana soleada en París, una madre y su exesposo recorren la ciudad en bicicleta mientras enfrentan el dolor de su separación y el amor que aún sienten

  • 07 de marzo de 2025 a las 00:00
El viaje emocional de una madre en París: amor, separación y redescubrimiento

Por Caitlin Gunther / The New York Times

Una soleada mañana de junio en París, Guillaume y yo salimos a dar un paseo en bicicleta desde nuestros departamentos en el Noveno Distrito. Él iba delante en una elegante bicicleta color carbón que parecía cara y escandinava. Yo iba detrás en una bicicleta urbana verde y bromosa. Pasamos enfrente de la guardería donde alguna vez dejamos a nuestro bebé franco-estadounidense y nos dirigimos hacia el Sena.

Sobre dos ruedas, Guillaume se movía como un tiburón en el agua —sin esfuerzo. Solía ser mensajero en bicicleta. Nos detuvimos en el semáforo en rojo cerca del Chipotle, donde lloré sobre una cesta de plástico de tacos la noche en que Guillaume me dijo que tramitaría el divorcio.

Íbamos camino a la estación de policía para solicitar autorización legal para que nuestra hija de 5 años viajara fuera de Francia. No se le permite viajar al extranjero sin esta aprobación burocrática previa. En el peor momento de nuestro divorcio, lo acusé de pachanguear incesantemente. Él dijo que yo era una amenaza de secuestro. En las separaciones conflictivas, la verdad suele estar en algún punto intermedio.

Cuando todavía éramos una familia, rara vez salía yo en bicicleta por París, salvo alguna salida ocasional los domingos. Parecía demasiado riesgoso y, de todos modos, rara vez me aventuraba más allá de mi barrio en la Margen Derecha. Pero después del divorcio y de la sentencia de custodia 50/50 del tribunal francés, me encontré en una tierra extranjera de largas horas sin hijos. A medida que se expandió mi vida en París, la bicicleta se convirtió en una forma práctica de explorar la Ciudad y, al hacerlo, también redescubrí una sensación juvenil de alegría —pasar zumbando entre el tráfico, con el teléfono fuera del alcance.

El semáforo cambió y nos alejamos, pasando por la brasserie donde una vez nos sentamos afuera y pedimos ostras en hielo, antes de mudarnos aquí, cuando todavía vivíamos en Brooklyn y sólo estábamos de visita.

Pensé en aquellos días, cuando el futuro parecía inundado de posibilidades. Mis ojos vagaban entre las calles, atentos a los baches, y la curva de los omóplatos de Guillaume bajo una camiseta gris jaspeada. No pensaba en el propósito de nuestro recorrido. Más bien, mi mente se desvió a la bicicleta sobre la que se inclinó en la plataforma del metro de Brooklyn la noche que nos conocimos.

“¿Puedes decirme qué camino lleva a Manhattan?”, preguntó. Su bicicleta tenía una llanta ponchada.

Señalé a la vía en dirección oeste. Cuando el tren entró a la estación, lo miré. Sus ojos nunca se habían apartado. Le guiñé un ojo y señalé con la cabeza nuestro tren. Sentí un hormigueo en la piel cuando él subió su bicicleta al vagón del metro detrás de mí.

Conservaríamos esa llanta ponchada como recuerdo.

Pedaleamos más allá del Louvre, mi torpe bici rebotando sobre los adoquines. Pensé en la vez que cruzamos el puente de Manhattan en una motoneta —¡ni siquiera llevábamos casco! El cielo estaba completamente negro mientras Guillaume me contaba sobre su familia: cómo su madre era de Mallorca y lo cercano que era con su hermana.

Le rodeé la cintura con mis brazos, acariciándole la espalda con la nariz, e imaginé conocer a esas personas. No pensé en cómo él acabaría fracturando la familia que formamos juntos.

En la sala de espera de la comisaría había una zona de juegos con pilas de libros de colores y dos máquinas expendedoras, una de café y otra de jugo de naranja recién exprimido. Nos sentamos en una banca de madera.

Desde que nos separamos 18 meses antes, estas visitas a la comisaría eran los únicos momentos en los que estábamos solos. La guerra había terminado y había sido reemplazada por conversaciones intrascendentes. Charlamos sobre el trabajo —mis ambiciones literarias; sus frustraciones con el trabajo de oficina (antes había tenido una empresa de remodelaciones).

“¿Estás saliendo con alguien?”, pregunté sin aliento.

“No”, dijo. “¿Tú?”.

“Estaba saliendo con un chico, pero no es nada serio”, dije. “Está un poco deprimido tras una ruptura difícil”.

“No quieres eso”, dijo.

Intencional o no, su aparente espíritu protector hizo que mi corazón se agitara. Habló de la madre recién divorciada que lo tomó del codo en la fiesta de fin de año de la escuela. Se me revolvió el estómago. Le hablé del padre soltero que a menudo hacía tiempo en la puerta mientras yo dejaba a nuestra hija.

“Por favor, no salgas con ninguna madre de la escuela”, dije.

“Por favor, no salgas con ninguno de los padres”, dijo él.

“Trato hecho”.

La recepcionista llamó el apellido de Guillaume, que me dolía cada vez que recordaba que ya no era el mío.

Salimos de la estación de policía con nuestras autorizaciones firmadas en la mano y volvimos a la luz apagada del final de la mañana. Cada vez que nos despedíamos, me sentía obligada a decir algo significativo —para tantear las aguas de sus sentimientos, o tal vez solo para ganar algo de tiempo.

“¿Quieres tomar un café?”, preguntó.

“Claro”, dije, agradecida por la media hora extra juntos.

Nos sentamos hombro con hombro en sillas tejidas y miramos hacia el bullicioso Sexto Distrito. Mientras él fumaba un cigarrillo electrónico, hablamos de nuestra hija e intercambiamos anécdotas divertidas de nuestros momentos como padres solteros con ella. Pese a todo lo que hicimos mal, ella siempre sería nuestro mayor logro mutuo.

No pensé en las llamadas rechazadas a las 6:00 horas cuando estaba desesperada por saber por qué no había vuelto a casa. No pensé en las peleas a gritos cuando finalmente entraba a escondidas al departamento después del amanecer. En cambio, pensé en cómo su amor una vez se sintió inevitable e infinito. Pensé en lo bueno que tuve —lo generoso que podía ser— y cómo las inseguridades se habían acumulado para arruinarlo. Hoy soy una jueza severa sólo cuando se trata de mí misma.

“A veces me pregunto cómo sería si pudiéramos ser quienes somos ahora cuando estábamos juntos”, dije. “Yo, independiente y feliz. Tú, estable con una rutina sólida. Me pregunto si podría funcionar”.

Apenas consideró mis palabras. “No éramos buenos juntos”.

Algunas personas son extraordinariamente buenas para poner cosas en compartimentos. Yo no. Podía ver lo bueno que tiramos a la basura con lo malo, incluso si tergiversaba las proporciones. Pero lo dejé. Hacía mucho que había dejado la necesidad de tener razón. Mientras marcaba un código en el candado de su bicicleta, otra cámara de su intimidad de la que yo ya no tenía la contraseña, me quedé cerca, mi corazón volviendo a latir con la misma velocidad que antes. Las palabras subían por mi garganta. Ya no podía contenerlas.

“Solo quiero poder verte y no amar cada parte de ti”, dije.

Él podría haber dicho cualquier cosa. Pero no lo hizo.

Así que miré hacia abajo. “Incluso tus grandes pies gordos. Quiero no amar tus pies gordos”.

Mientras más lágrimas caían de mis ojos, ambos nos reímos. La intimidad de nuestras bromas internas nunca podría borrarse.

“No creo que alguna vez sienta lo mismo por alguien”, dije.

Estabilizó la bicicleta entre nosotros. “Algún día lo harás”, dijo. “Lo harás. Solo date tiempo”.

Me enamoré de él una última vez —por su amabilidad, su sensibilidad. Su convicción de que yo era alguien a quién amar, aunque ya no por él.

Más tarde, ese verano, arrastré dos maletas gigantes hasta mi calle. Recién bajada de un vuelo nocturno desde Nueva York, seguido de un largo viaje en taxi, sudaba bajo el sol de agosto.

Guillaume me había recibido al pie de la colina y le pasé la batuta, nuestra hija. Nuestras vacaciones habían terminado y las de ellos comenzaban. Se dirigían a Mallorca.

Cuando finalmente llegué a mi puerta, estaba pensando en la ceguera voluntaria de viajar. Debemos olvidar los dolores del viaje —la incomodidad del asiento del medio; los trenes perdidos y las malas comidas; el recorrido del aeropuerto.

Olvidas esas cosas y elevas los recuerdos felices porque, si no, nunca volverías a viajar. Puede pasar lo mismo con el amor —eliges ver tus relaciones fallidas a través de lentes color de rosa, disminuyendo el dolor y la agonía porque la voluntad de amar es más fuerte.

Mientras entraba a mi edificio con mis maletas, sintiéndome agotada, sin rumbo y libre, pensé: Por supuesto que volveré a viajar. Por supuesto que volveré a amar. El dolor es un pequeño precio por el viaje.

Caitlin Gunther es escritora en París.

© 2024 The New York Times Company

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