Por Lauren Jackson/ The New York Times
Los domingos solía pararme frente a mi congregación mormona y compartir mi “testimonio”, como lo llama la iglesia. Decía que sabía que Dios, Jesucristo, el Espíritu Santo, la oración, los espíritus y los milagros eran reales. Cuando terminaba, me deleitaba con la afirmación del “amén” de la congregación.
En esa pequeña capilla en Arkansas, conocí el poder de creer, realmente creer, que tenía un lugar determinado en el cosmos. Que era amado eternamente. Que la vida hacía sentido. O que lo tendría, algún día, con seguridad. Lo tenía, y lo dejé todo.
En realidad, nunca quise abandonar mi fe. No me interesaba el exilio —ni familiar, ni cultural, ni espiritual. Pero mi curiosidad me alejó de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y me llevó a una universidad laica. Allí, intenté ser religiosa y buena onda, creyente, pero con discernimiento. Pero la intensa polaridad ideológica de Estados Unidos me hizo sentir como si tuviera que elegir entre esas cosas.
Nací a mediados de la década de 1990, el momento en que los investigadores dicen que en Estados Unidos comenzó un éxodo masivo del cristianismo. Alrededor de 40 millones de estadounidenses han abandonado las iglesias en las últimas décadas, y cerca del 30 por ciento de la población se identifica ahora sin religión. La gente se esforzó por construir vidas plenas y ricas fuera de la fe.
Eso es lo que hice. Pasé mis años veinteañeros adorando en el altar del trabajo y poniendo a prueba ideas seculares sobre cómo vivir bien. Hice voluntariado. Cuidé de mis sobrinos y sobrinas. Busqué el bienestar. Reuní instrucción moral de libros de filosofía y de Instagram. Nada se ha sentido como esa capilla en Arkansas.
¿Ha dejado el laicismo de Estados Unidos al País en mejor situación? La gente es más infeliz que nunca, y el País está sumido en una epidemia de soledad. No es sólo el secularismo el culpable, sino que quienes no tienen afiliación religiosa se sienten menos conectados con los demás, menos en paz espiritual y experimentan menos asombro y gratitud con regularidad.
Pero ahora un estudio de Pew encontró este año que la secularización está en pausa en Estados Unidos. Este es un cambio generacional importante. La gente ya no está abandonando el cristianismo; otras religiones importantes están creciendo. El 92 por ciento de los adultos estadounidenses afirma tener alguna forma de creencia espiritual. El número de estadounidenses no religiosos probablemente seguirá aumentando a medida que los jóvenes de hoy llegan a la edad adulta y tienen hijos. Pero por ahora, el secularismo aún no ha triunfado sobre la religión. Al contrario, sus límites podrían quedar al descubierto.
Durante el último año, he visitado docenas de lugares de culto, retiros espirituales y centros de bienestar. He entrevistado a cientos de personas y he escuchado a más de 4 mil lectores del New York Times que respondieron a una encuesta. Muchos de los demógrafos, psicólogos, sociólogos y estadísticos con los que hablé ofrecieron la misma explicación: los estadounidenses simplemente no han encontrado una alternativa satisfactoria a la religión.
Con todos los atractivos de una vida fuera de la fe institucional —autonomía, tiempo, una adultez de “elige tu propia aventura”— se han perdido importantes beneficios.
Alrededor de principios de siglo, surgió un movimiento llamado Nuevo Ateísmo. Fuerzas disruptivas —cambio tecnológico, globalización y los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001— invitaron a las personas a cuestionar tanto su relación con la fe como el papel de la religión en la sociedad. Las ideas de los Nuevos Ateos, difundidas en libros de grandes ventas y videos virales, ayudaron a posibilitar ese cuestionamiento.

Para el 2021, alrededor del 30 por ciento de los estadounidenses se identificaban como “nada” —personas sin afiliación religiosa. Pero incluso cuando la gente abandonaba la religión, el misticismo persistió. Más personas comenzaron a identificarse como “espirituales, pero no religiosas”. En el 2015, investigadores de la Universidad de Harvard comenzaron a estudiar a dónde recurrían estos estadounidenses para expresar su espiritualidad. Los periodistas también lo hicieron. Las respuestas incluyeron yoga, CrossFit, SoulCycle, clubes de cenas y meditación. Las apps de astrología también aumentaron en popularidad.
Durante las últimas décadas, más de mil millones de personas en todo el mundo han intentado prescindir de Dios. Los estudios han indicado que el asunto no va bien.
Los hallazgos de Pew indican que las personas religiosas tienden a reportar ser más felices que las personas que no practican la religión. Los estadounidenses religiosos tienen una probabilidad significativamente menor de sufrir depresión o morir por suicidio, alcoholismo, cáncer, enfermedades cardiovasculares u otras causas. En un estudio, médicos de Harvard descubrieron que las mujeres que asistían a servicios religiosos una vez por semana tenían 33 por ciento menos probabilidades de morir prematuramente que las mujeres que nunca asistían. Esto se debe, dijo Tyler J. VanderWeele, autor del estudio, a que “tenían mayores niveles de apoyo social, mejores hábitos de salud y mayor optimismo sobre el futuro”.
Los estadounidenses con afiliación religiosa tienen más probabilidades de sentir regularmente “una profunda conexión con la humanidad” (por 15 puntos porcentuales) que las personas sin afiliación religiosa, hallaron investigadores este año. Esto es particularmente importante: las relaciones positivas son el principal pronosticador de bienestar, arroja el estudio más extenso sobre la felicidad humana en el mundo.
La pandemia, con su pesimismo y aislamiento, pareció concientizar a muchos estadounidenses de su insatisfacción. Las tasas de asistencia a la iglesia tienen décadas de ir disminuyendo. Pero desde que comenzó la pandemia, el número de personas que asisten a servicios religiosos —ya sea presenciales o virtuales— se ha mantenido constante en torno al 40 por ciento.
Richard Dawkins, biólogo evolutivo, autor y uno de los patriarcas del Nuevo Ateísmo, afirmó mantener la esperanza de que el secularismo pueda reemplazar a la religión. En cuanto a la ética, animó a la gente a tomar clases de civismo y a organizar un club de debate semanal. ¿Para tener comunidad? “Juega golf”.
Pero en Estados Unidos, donde la mayoría de la gente es pesimista sobre el futuro y desconfía del Gobierno, donde la esperanza es difícil de encontrar, la gente anhela creer en algo. La religión puede ofrecer creencias y sentido de pertenencia; puede encantar la vida; y lo más importante, dice a las personas que sus vidas tienen un propósito.
Erin Germaine Mahoney, una neoyorquina de 37 años, fue cristiana evangélica la mayor parte de su vida. Dejó su iglesia en parte porque discrepaba de sus opiniones sobre las mujeres, pero le ha costado encontrar algo que llene ese vacío. Quiere un lugar donde expresar su espiritualidad que se alinee con sus valores.
Dudó antes de decir: “No he encontrado satisfacción. Eso me asusta, porque no quiero que sea cierto”.
Quienes no profesan ninguna religión, como Mahoney, no necesariamente están regresando, en masa, a sus antiguas fes. Muchos dicen que abandonaron la religión porque discrepaban con algún aspecto político o social de ella. Dicen que aún se sienten así. Y en el clima político actual, puede ser difícil formar parte de un grupo que no se alinea con precisión con las preferencias personales ni con la identidad que uno se ha forjado.
Extraño lo que una vez tuve. Al dejar la iglesia, perdí el acceso a una comunidad que trascendía la edad y la clase. Perdí respuestas sobre los planetas, las galaxias, la eternidad.
Pero no siento que pueda regresar. He estado inmersa en el secularismo durante una década, y ya no puedo acceder a la creencia propulsiva y sin crítica que una vez sentí.
Sin embargo, reconozco que mi anhelo espiritual persiste —y que el secularismo no lo ha saciado. Quiero un dios. Aún quiero que todo sea verdad: milagros, almas, algún tipo de alquimia cósmica que dé sentido al caos.
Durante años, no he podido decir eso públicamente. Pero siento que algo está cambiando. Que tal vez la cultura está cambiando. Que tal vez estamos empezando a reconocer que, después de todo, es posible ser creyente y discernidor.
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