Por Stephen Marche /The New York Times
Quizás no pienses en “Let’s Twist Again” de la estrella del rock ‘n’ roll Chubby Checker como un himno político incendiario, ni como una herramienta del poder estadounidense, pero a las autoridades de la Unión Soviética no las podían engañar. A principios de la década de 1960, las patrullas del Komsomol, parte del ala juvenil del Partido Comunista, intentaron detener la propagación de discos piratas. Quienes eran sorprendidos comprando o vendiendo esos discos enfrentaban penas de prisión de hasta siete años.
Durante la Guerra Fría, la cultura pop fue una fuerza inmensamente poderosa del lado de Estados Unidos, y la URSS no tuvo respuesta. Los soviéticos podrían haber ganado una batalla contra el capitalismo democrático como idea, o contra el ejército estadounidense como fuerza. Pero no pudieron derrotar a los pantalones de mezclilla Levi’s y a Elvis Presley. En 1950, la CIA comprendió este poder; financió el Congreso por la Libertad de la Cultura, que en su apogeo tuvo oficinas en 35 países, y presuntamente apoyó a artistas emergentes con la convicción de que promover la cultura estadounidense debilitaría a los gobiernos extranjeros represivos.
Estados Unidos ganó la batalla por el dominio de la cultura adolescente, de forma contundente. Un concierto de Metallica en 1991 atrajo a una multitud colosal en Moscú, apenas unos meses antes del colapso de la Unión Soviética.
La segunda Administración Trump ha supervisado una drástica erosión del poder cultural estadounidense, en parte porque ha socavado la imagen de Estados Unidos como un referente de buena onda en el ámbito internacional. Junto con las pérdidas de poder duro de la Administración —la destrucción de la red de alianzas más envidiable del mundo y de las capacidades educativas y de investigación del País— el dominio cultural global de EU se ve mermado cada día que el Presidente Donald J. Trump permanece en el cargo.
La evidencia más clara de este declive se observa en Canadá, donde resido. La frontera entre Canadá y EU, al menos en lo que respecta a la cultura popular, tiene mucho tiempo de ser permeable y prácticamente irrelevante. Actores y directores canadienses —una lista casi interminable que incluye a James Cameron, Jim Carrey, Seth Rogen y Sandra Oh— han triunfado en Hollywood. Las comedias canadienses “Schitt’s Creek” y “Kim’s Convenience”, ambas auténticamente canadienses, hallaron un público estadounidense considerable.
Del lado norte de la frontera, la dieta cultural del canadiense medio angloparlante no ha diferido mucho de la del estadounidense promedio durante décadas —algo inevitable, dado el tamaño relativo de las industrias culturales estadounidenses, su proximidad, el idioma compartido y, hasta hace poco, los valores compartidos.
Con su absurda y maliciosa guerra comercial y sus desenfadados llamados a anexar Canadá, Trump ha fracturado el vínculo cultural entre los países —un vínculo casi tan antiguo como la propia cultura de masas. Los canadienses están boicoteando los viajes y los productos estadounidenses, incluyendo los productos culturales de EU.
Indigo, la mayor cadena de librerías de Canadá, reporta que las ventas de autores canadienses han aumentado 25 por ciento respecto al año pasado. La CBC, la emisora pública nacional de Canadá, ha registrado un aumento del 34 por ciento en el tiempo dedicado a ver contenido en su plataforma de streaming, Gem. El Globe and Mail, el periódico nacional de Canadá, concluyó que “los canadienses auténticamente están cambiando sus hábitos culturales”. Aún cuando la audiencia del Super Bowl alcanzó un nuevo récord en Estados Unidos, la audiencia nacional promedio disminuyó en Canadá 15 por ciento en comparación con la temporada anterior.
El modelo cultural impulsado por el Estado en Corea del Sur ha fomentado explícitamente un entorno que permite el éxito de diversos programas de televisión y artistas pop, reconociéndolos como una fuerza de poder blando y mercados de exportación. China está imitando ese modelo, y ambos ofrecen una alternativa cada vez más sólida a los productos de Hollywood y la música popular estadounidense. En reacción a este declive, Trump ha amenazado con esgrimir su arma favorita, y aparentemente la única, amenazando con imponer un arancel del 100 por ciento a las películas producidas fuera de Estados Unidos —una propuesta que no reconoce que la cultura no es una importación tangible como, digamos, el aluminio.
Otra fuerza erosiva está en acción, una más sutil que los ciclos económicos habituales. Para muchos observadores extranjeros, resulta cada vez más cierto que Estados Unidos ya no es atractivo —ni como ideal cultural ni como aspiración. El discurso del País se ha vuelto incoherente, su imagen, tóxica. Estados Unidos ni siquiera puede decidir si Superman (co inventado por un canadiense) es bueno o malo. Incluso Superman —quien famosamente representa la verdad, la justicia y el estilo de vida americano— es considerado ahora por algunos, dentro del País, como demasiado extranjero, demasiado amable, demasiado progresista.
¿Qué les fascinaba de Chubby Checker a aquellos adolescentes soviéticos hace tanto tiempo? ¿Qué escuchaban al oír “Let’s Twist Again”? Se encontraban con la libertad personal y la apertura al mundo; eso era lo que representaba para ellos la grandeza estadounidense. Pero ahora, a los ojos del mundo, la libertad estadounidense se ha convertido en una autoparodia —una libertad vigilada por agentes enmascarados que no se identifican. La sensación de apertura se ha desvanecido. Como dijo un agente de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos a The New York Times, “Ahora la frontera está en todas partes”. ¿Quién en el mundo querría fingir que vive en ese País?
Hay un atisbo de esperanza. Puede que las fronteras se estén cerrando, pero las líneas siguen abiertas y la cultura global continúa floreciendo. La recámara de los adolescentes de hoy ha sido conquistada por lo diferente: diferentes idiomas, diferentes tradiciones, diferentes voces, diferentes rostros. En la televisión se ve “El Juego del Calamar”, la cantante islandesa-china Laufey canta en los auriculares de los chicos y hay un póster de Blackpink en la pared. Lux, el nuevo álbum de Rosalía, la estrella española del flamenco-pop, producido con los antiguos colaboradores de Justin Bieber y Kanye West, contiene letras en 13 idiomas. Stephen Miller, uno de los principales asesores de Trump, puede despotricar todo lo que quiera al respecto, pero los agentes de inmigración estadounidenses no pueden arrestarlo.
Los rusos que encarcelaron a los piratas de Chubby Checker aprendieron por las malas: no puedes deportar la música.
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