Por Walker Mimms/ The New York Times
MILLEDGEVILLE, Georgia — “No sé escribir”, dijo una vez Mary Flannery O’Connor. “Pero puedo dibujar”.
Acababa de empezar a ser la caricaturista del periódico de su preparatoria en Milledgeville. Allí, y más tarde en el Georgia State College for Women, esperaba publicar en la revista The New Yorker sus sátiras en linograbado sobre la vida universitaria.
En lugar de ello, se marchó al Taller de Escritores de Iowa, se deshizo del “Mary” en su nombre y publicó dos novelas de gran precisión sobre creencias religiosas: “Sangre Sabia” (1952) y “Los Violentos lo Arrebatan” (1960), y una colección de relatos, “Un Hombre Bueno es Difícil de Encontrar” (1955), cuyo análisis de las creencias y la tradición en el sur estadounidense en proceso de modernización la situó a la vanguardia de la nueva literatura regional hasta su fallecimiento por lupus en 1964, a los 39 años.
Desde la republicación de esas caricaturas periodísticas en el 2012 —y una biografía en el 2009— se ha desatado una búsqueda académica de la verdadera Flannery O’Connor. Su diario de oración y su tercera novela inconclusa se publicaron recientemente, y se estrenó un documental y una película biográfica. Con motivo del centenario de su nacimiento el 25 de marzo, su alma mater, ahora Georgia College & State University, expuso 70 obras de arte recién adquiridas y raramente vistas. La muestra se exhibe ahora en el cercano Andalusia Interpretive Center y estará allí al menos hasta finales de año.
Estas obras podrían arrojar nueva luz sobre una visión literaria truncada, una teología católica que los expertos han debatido durante 70 años, y sobre guardianes protectores —su madre y su prima— que pudieron haber resistido el acceso a sus obras de arte.
A los 13 años, O’Connor y sus padres se mudaron de Savannah, Georgia, a una casa en Milledgeville. Vivió allí hasta los 20. Cuando su alma mater aceptó la casa de la familia de O’Connor en el 2023, trabajadores descubrieron dos barriles llenos de pinturas sobre baldosas de madera.

En la exposición, estas obras son caricaturescas, como las impresiones para el periódico escolar de O’Connor, pero más individualizadas. Dibujó sus figuras a lápiz y las repasó con profundas ranuras de un pirograbador y, en algunos casos, con una sierra para metales.
O’Connor las cortó y luego las iluminó con pinturas de color lima, rojo y naranja que aún brillan hoy. Una pieza retrata a un hombre de rostro ovalado con sombrero de copa. A su lado, una mujer con rostro en forma de cono de helado frunce el ceño tras un monóculo. Cassie Munnell, curadora de Andalusia, comentó que los retratos podrían estar inspiradas en los padres de O’Connor.
O’Connor tenía 20 años cuando dejó Milledgeville. A los 25, se vio obligada a regresar a casa, diagnosticada con la enfermedad autoinmune que también mató a su padre a los 45 años. Se mudó con su madre a Andalusia, una granja familiar, porque tenía menos escaleras. Diariamente, hasta su muerte, se levantaba para la misa de las 7:00 horas y escribía durante cuatro horas en una habitación que mantenía a oscuras como una celda.
Y volvió a pintar. Veinticinco óleos sobre lienzo también figuran en la muestra.
Farrell O’Gorman, uno de los actuales fideicomisarios del patrimonio de O’Connor, dijo que la madre de O’Connor y los fideicomisarios anteriores podrían haber restringido el acceso a sus obras de arte porque les podría haber “preocupado que las pinturas pudieran de alguna manera distraer de sus logros como escritora”.
Al principio, estas pinturas posteriores parecen distracciones: graneros, fruteros, pájaros. Pero también son visiblemente conscientes del legado del impresionismo. En sus cartas, O’Connor elogia a Matisse, Rouault, Chagall y Rousseau. Leyó a James Joyce y a Erich Auerbach. Sus incursiones en el impresionismo reflejan el mismo metabolismo de mundo.
La estrella de la exposición es una pintura de alrededor de 1952 que podría reflejar su peculiar ortodoxia. En un magnífico autorretrato creado durante un ataque de lupus, O’Connor nos mira con la expresión inexpresiva de una santa bizantina, con un sombrero dorado que envuelve su cabeza como un halo. Evocando a San Juan con su águila, sostiene a un faisán, que mira con furia a través de sus ojos rojos y sus cuernos emplumados. O’Connor escribió sobre el faisán como “el Diablo”, pero también como su “Musa”, como si se sintiera cómoda con las fuerzas del mal.
O’Connor envió fotos de este retrato a sus amigos y a su editor para una sobrecubierta (nunca utilizada), con la salvedad: “Nadie admira mucho mi pintura excepto yo”.
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