Por Danielle Friedman / The New York Times
Una tarde de septiembre, Charlotte Chopin asumió la posición que ha ocupado durante más de 40 años.
Vestida con una camiseta y pantalones holgados de algodón a rayas, con su corto cabello blanco un poco alborotado, llamó la atención de sus alumnos y comenzó a guiarlos en los estiramientos.
Para los principiantes, la complexión menuda y el comportamiento reservado de Chopin podrían confundirse con fragilidad. Luego la verían realizar una serie de posturas de guerrero —con los pies firmemente plantados, los brazos rectos, su forma fluyendo sin esfuerzo de una postura a la siguiente.
Desde 1982, Chopin, que ahora tiene 102 años, ha impartido yoga en Léré, un pueblo francés en la región del Loira. Su estudio es una pequeña habitación cuadrada con paredes pintadas color durazno, ubicada en una antigua estación de policía. Los vestidores alguna vez fueron celdas. Sus alumnas esa noche fueron cuatro mujeres locales, de entre 35 y 60 años.
Chopin se ha convertido en algo así como una celebridad en Francia gracias a su participación en el 2022 en el concurso de talentos “La France a un Incroyable Talent”. A los 99 años, realizó una docena de poses casi perfectas en el escenario. “Me siento bien, con toda esta gente aplaudiéndome”, declaró a las cámaras en francés. “Es inesperado”.
Aunque no pasó a la siguiente ronda del concurso, su aparición atrajo la atención de los medios locales, así como la de Narendra Modi, el Primer Ministro indio. El año pasado, India le otorgó una condecoración civil por ser una destacada embajadora del yoga. Desde entonces, ha recibido numerosas solicitudes de entrevistas y apariciones. Uno de sus cuatro hijos, Claude Chopin, ex fisioterapeuta y experto yogui, se ha convertido en su representante de facto.
Me reuní con Charlotte Chopin en su casa, construida en el siglo 19 y que pertenece a su familia desde hace al menos 100 años. Claude, de 69 años, nos acompañó para traducir.
Charlotte Chopin no probó el yoga hasta los 50 años, por recomendación de una amiga para descansar de las tareas del hogar. Cuando le pregunté qué le aportaba el yoga, respondió simplemente, “serenidad”.
Eso es lo más filosófico que ella puede decir sobre su práctica, o sobre su extraordinaria longevidad. Ella atribuye esto último a la buena suerte. “No tengo muchos problemas”, me dijo. “Tengo una actividad que me gusta”.
También es una actividad sin la que no puede imaginarse vivir.
Poco después de que Chopin cumplió 100 años, se desmayó mientras manejaba a casa después de la clase de yoga. Chocó su auto y se fracturó el esternón. Tres meses después, no sólo estaba de nuevo al volante, sino que también reanudó las clases de yoga.
Mientras bebíamos en su sala té negro que ella nos había preparado, le pregunté si se sentía como si tuviera 102 años.
Soltó una carcajada y respondió cuidadosamente: sólo por la mañana.
Pero después de su desayuno habitual de café, pan tostado con mantequilla y miel o mermelada y, a veces, una cucharada de jalea sola, “ya me siento bien”, dijo.
Pero lo que más la ha sostenido, tanto en su práctica de yoga como en su vida, son sus alumnos, dijo, y el apoyo social que le brindan.
Esto concuerda con las investigaciones que sugieren que las personas que desafían las normas del envejecimiento valoran mucho las relaciones sociales.
“Le encanta la gente, y se relaciona fácilmente con los demás”, dijo Claude. Él aspira a lo mismo.
La noche que asistí a clase, entre sus alumnos había una trabajadora de fábrica, una dependiente de supermercado, una jubilada y una ama de casa. Todas llevaban muchos años asistiendo a clase con Chopin y se saludaron con abrazos y cálidos saludos.
Chopin recorrió la sala, corrigiendo nuestra forma y animándonos a esforzarnos aún más.
Después, sus alumnos la describieron como una “perfeccionista”, pero siempre alentadora. “Me dan ganas de envejecer”, me contó una alumna más tarde vía correo electrónico.
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