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Un Congreso Nacional de lujo en un país empobrecido

El CN es el baúl del tesoro para muchos negociantes que consiguen contratos fabulosos y leyes acomodadas a sus intereses. Tan lejos de lo que escribió José Cecilio del Valle sobre lo que debe ser el diputado

28.10.2012

Todo mundo dice que hay demasiados diputados, que ganan mucho dinero, que tienen muchos privilegios y que solo llegan al Congreso para hacer sus propios negocios. Todo mundo está de acuerdo en que se reduzca el número de congresistas, todo mundo, excepto los diputados.

No es fácil porque es parte del clientelismo político. Es el puesto que los aspirantes a dirigir el país ofrecen a sus cercanos seguidores y, por supuesto, a quienes les consiguen dinerales para la campaña y para sus cuentas personales. En la mayoría de los casos ser diputado no es un honor, sino un buen negocio.

El Congreso Nacional es también el baúl del tesoro para muchos negociantes que consiguen contratos fabulosos y leyes acomodadas a sus intereses. Tan lejos de lo que escribió José Cecilio del Valle cuando fue diputado: “No se oirá en este salón lo personal, individual o privado. Solo resonará los nacional, lo público o de interés universal para la república”.

CONGRESO NACIONAL, MUY POBLADO. Aunque la economía hondureña no es la mejor de la región ni tenemos la mayor cantidad de población, nos permitimos el “lujazo” de tener uno de los congresos más grandes, con un número de diputados superior a casi todas las asambleas legislativas de Centroamérica.

Somos poco más de ocho millones de hondureños, y en el Congreso Nacional hay 128 diputados, más sus respectivos suplentes. En cambio Guatemala tiene una población de casi 15 millones de habitantes y su Congreso de la República, así se llama, tiene 158 diputados; apenas 30 más que en Honduras, a pesar de que casi le dobla en población.

Costa Rica es un caso excepcional en casi toda Latinoamérica, no solo casi escapó de un siglo XIX cargado de amotinamientos, guerras civiles, golpes de Estado y cuartelazos, además desde su independencia prefirió las elecciones para escoger a sus dirigentes -aunque también tiene una historia con episodios oscuros y sangrientos durante el siglo anterior- y su Asamblea Legislativa solo tiene 57 diputados y, lo mejor, no se pueden reelegir en forma sucesiva.

En Nicaragua la Asamblea Nacional tiene 92 diputados, solo que los vecinos decidieron que el candidato a presidente y vicepresidente del país que quede en segundo lugar en las elecciones ocupe una curul legislativa; también el presidente y vicepresidente cuando terminen su mandato tienen garantizados sus puestos.

En El Salvador la Asamblea Legislativa tiene solo 84 diputados, pero hacen una escogencia diferente a la del gobierno central, y el período es de tres años y la reelección, igual como ocurre en Honduras, es indefinida; así que un diputado puede eternizarse en su puesto.

Algo muy interesante ocurre en la Asamblea Nacional de Panamá, donde apenas tienen 71 diputados, elegidos para un período de cinco años; pero destaca que cuando un congresista comete “violaciones graves a los estatutos, a la plataforma ideológica, política o programática del partido”, su partido político puede revocar el mandato del diputado propietario o del suplente.

UNA PESADA LOSA.
Si dividiéramos la cantidad, no la calidad, simplemente la cantidad de leyes que se aprueban en el Congreso Nacional con el presupuesto que se asignan, notaríamos que los hondureños pagamos carísimo cada uno de esos decretos. ¡Solo en 2012 los legisladores gastaron 510 millones de lempiras!

Desde la época del Renacimiento, cuando se formaron muchos Estados, quedó claro que cada grupo de la población necesitaba un representante en una asamblea, una persona que levantara la voz por todos, y nació el concepto del asambleísta, de legislador y de diputado.

Cada uno se postulaba representando a un grupo de personas, pero se les ocurrió que necesitaban estructuras permanentes, que organizaran el liderazgo y encaminaran los procesos de elecciones; entonces, nacieron los partidos políticos, con sus banderas, sus eslóganes, y poquito después con sus vicios y sus trampas.

De repente, los diputados ya no representaban a un grupo de pobladores, sino a partidos políticos, y estos a su vez fueron representando a grupos de poder. Basta recordar que hasta principios del siglo pasado solo tenían derecho al voto, en casi todo el mundo, los dueños de tierras, fincas y grandes propiedades.

Las cosas no han cambiado mucho, nadie de la población se siente representado por un diputado en particular, de hecho, algunos de ellos son totalmente desconocidos y los que más suenan son los que se mantienen en campaña política permanente o porque llevan décadas vegetando y hasta echaron raíces en el Legislativo.

Algunos de ellos, sin saberlo, han aplicado los consejos de Maquiavelo para su príncipe, de mantener una imagen bondadosa, enérgica e inteligente, y que no es tan importante tener esas cualidades, sino que el pueblo crea que las tiene.

El temor de los nuevos aspirantes al Congreso Nacional es que al hacer una reducción de curules, digamos, a la mitad, que quedarían solo 64 diputados, se las dieran a los mismos de siempre, a los legisladores que se adueñaron del Congreso Nacional, a los que han hecho de la política una profesión y de su voto un negocio.

Por eso la reforma debe ser radical: reducir el número de diputados, limitar la reelección o alternarla y la posibilidad de destituir a los que no cumplan con su deber. Tampoco sería mal visto que solo les pagaran una dieta por asistir a sesiones, y que el resto del día siguieran en su trabajo de siempre, que no fuera esta su profesión.

¿Pero quién debe hacer estos cambios? El mismo Congreso Nacional, entonces, podemos sentarnos a esperar y no faltará quien recuerde a Cantinflas que decía en su película “Si yo fuera diputado”: “Ustedes no están aquí para que me lo digan, ni yo para decírselos”.