Siempre

El viejo dilema de la forma y el contenido en el arte

Si el arte no accede a una realidad superior a la que vemos, viviremos moldeados por los códigos culturales de una burguesía ramplona

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06.10.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- El trabajo que hoy presento tiene como referente inmediato el artículo “Las trampas ideológicas del arte” publicado en la edición anterior de El Gran Vidrio, pero a su vez, tiene relación con un trabajo inédito que he titulado “El carácter revolucionario de la forma” y que aún continúa en proceso de elaboración.

Cuando hablo del estudio de la forma artística, me estoy refiriendo a una característica del arte moderno que modelizó su expresión bajo las pautas que la forma le dictó a la materia atendiendo ciertas normas y convenciones.

El asunto a tratar en este trabajo tiene que ver con un debate histórico que cruzó a la Escuela Nacional de Bellas Artes en los años ochenta, me refiero a la falsa separación entre forma y contenido en el arte.

Nuestra academia, urgida por el momento histórico, optó por privilegiar el contenido por encima de las cuestiones formales; desde sus aulas se asumieron los postulados del llamado “realismo socialista”; docentes y egresados entendieron estos principios como únicos y naturales, en nuestro mundo artístico solo tenían cabida las obras que recogieran el conflicto social, político e ideológico, los temas derivados de esas realidades eran expresados de la manera más obvia, el principio que ordenaba todo era “concientizar al pueblo” y, para ello, los contenidos político-ideológicos tenían que tener una relevancia de primer orden sobre los asuntos formales y estéticos.

Entre más cruda era la iconografía de la obra, más podía entenderse, de esa manera, la obra cumplía la función social que a priori se le había asignado. Pintar un paisaje o salirse de los códigos de la representación naturalista era un delito estético imperdonable.

Quiero aclarar que nunca estuve en contra de que los artistas asumieran un compromiso político en esa coyuntura conocida como la “época perdida”, a lo que me he opuesto es al reduccionismo ideológico que se ha practicado en aras de politizar el discurso estético.

¿Qué es lo revolucionario en el arte?
Denunciar la injusticia social o pintar la vida trágica de obreros y campesinos no hace que una obra de arte sea en sí misma revolucionaria. La burda representación de los objetos o la realidad (el arte como reflejo) no adiciona pensamiento crítico a una obra, puede generar, en dado caso, una emocionalidad parecida a la que experimentamos frente a un bodegón, porque una obra de “denuncia social” elaborada bajo una iconografía tradicional, sería como una especie de “bodegón social”, solo que en vez de frutas lo representado serían personajes (obreros, labradores, niños hambrientos o estudiantes bajo represión, etc.)

Entonces ¿qué es lo que permite que una obra adquiera un carácter revolucionario? La respuesta está en el “cómo hacerla” (forma) y no en el “qué hacer” (contenido), pero tampoco quiero caer en la trampa de separar forma y contenido, lo que deseo explicar es que todo contenido (tema) para que cumpla una función social-crítica debe ser expresado en una forma revolucionaria, un contenido solo adquiere relevancia o trascendencia si está fusionado en una forma que lo visibilice por encima de la realidad “urgente” que dice representar.

El arte nos invita a escapar de los modos convencionales automatizados de percepción y de referencia inmediata a la realidad, procurando ver el objeto con toda su riqueza e intensidad singulares y no un simple reconocimiento del mismo. La reacción del público fue de absoluta confusión cuando Francis Bacon apareció con esas figuras brutalmente deformadas, hubo perturbación porque Bacon nos ofreció la deshumanizante condición del ser bajo una estructura formal que vino a renovar el expresionismo clásico.

Cualquier artista puede imitar “La cabra”, de Pablo Zelaya Sierra, pero no cualquiera la va a representar en una escena tan violenta como lo hizo Ezequiel Padilla al pintarla con brochazos rojos, dejándola en carne viva como un cuerpo desollado; muchos pueden representar una escena de guerra bajo una iconografía académica, convencional, pero pocos descuartizaron una escena así como lo hizo Picasso en el “Guernica”, bajo una estrategia visual que fusionó cubismo y expresionismo; las mismas imágenes del “Juicio final” de Miguel Ángel Buonarroti no seducen por sus desnudos o por el manierismo de la época, impresiona porque en esos cuerpos ya se puede intuir los rasgos de la deformación expresionista, proceso que más tarde, con absoluta claridad, percibió Eugene Delacroix.

La representación de la realidad inmediata bajo una iconografía didáctica, que lejos de ofrecernos otra dimensión de la realidad nos ofrece solo sus etiquetas de reconocimiento, no está proponiendo generar una conciencia crítica porque estas imágenes discurren bajo los mismos formatos culturales de la burguesía, lo único que hace el artista que opera de esta manera es vaciar un contenido político en un formato cultural burgués que anula todo pensamiento crítico y revolucionario en el arte; por algo Bergson sostuvo que “el arte no tiene otro objeto que apartar las generalidades aceptadas convencional y socialmente, en fin, todo lo que nos enmascara la realidad para ponernos cara a cara frente a esa misma realidad”.

El arte (por lo menos desde la modernidad) no es una arbitraria invención del espíritu, el arte es un procedimiento, una manera de hacer y de presentar al objeto; la forma no es otra cosa que la ley de presentación de ese objeto o “realidad”. Se ha dicho que el arte contemporáneo, ya no acredita en sus códigos la teoría formal, error: aún las expresiones artísticas que desplegaron nuevos valores estéticos y ampliaron abanicos de sentidos y contrasentidos no pueden prescindir de la forma; las evoluciones o rupturas en el arte son evoluciones o rupturas formales.

El arte contemporáneo, por su naturaleza iconoclasta, modificó el sentido de la forma pero no la abrogó. Hay propuestas contemporáneas que aún son deudoras de la representación; otras, menos preocupadas por “mostrar”, se mueven en los marcos de la demostración, de la acción pública, pero, en cualquiera de sus manifestaciones, nada tendría sentido si no existiese una forma novedosa de hacerlo. Un artista me dijo una vez que mi propuesta tendía a escamotear la realidad, a ocultar los contenidos, hoy le respondo y le digo: el arte no esconde la realidad, sino una determinada forma de percibirla, aquella que le dice perro al perro y gato al gato.

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