ANA.
Es una mujer agradable, muy guapa, blanca, con pecas que la hacen lucir más atractiva, ojos claros, no muy alta, un cuerpo bien proporcionado y muchas ganas de vivir la vida.
Cuando llegó a Honduras venía llena de ilusiones y de buena voluntad. Hacer su trabajo social en algunas de las comunidades pobres de Francisco Morazán era más un samaritanato, un apostolado al servicio de los más necesitados que un requisito para graduarse en la Universidad. Su deseo era servir y a servir vino a Honduras. Lo demás venía por añadidura.
Quienes la conocieron dicen que se entregó en cuerpo y alma a su trabajo. Que lo mismo ayudaba al pobre que consolaba al triste; que sus manos no descansaban para hacer de la vida de los demás una vida mejor y que nunca faltaba en su rostro una sonrisa que demostrara a los demás la dulzura de su corazón.
Por eso, cuando Ana se fuera, cuando regresara a Estados Unidos, lo que iba a suceder muy pronto, iba a hacer mucha falta en las aldeas y caseríos donde la querían mucho. Y a ella le entristecía el tener que irse, pero no tenía opción. Y el tiempo no se detenía. Nueve meses pasan volando.
DESEOS.
Cuando la fecha del regreso se acercó demasiado, Ana, que había hecho muchas amistades, les dijo a sus más cercanas amigas que pronto ya no estaría en Honduras, y que eso la entristecía mucho porque “hay tanto que hacer por la gente pobre en este país que no alcanzarían varias vidas para ayudar a mejorar la calidad de vida de estas personas”.
Pero nada podía hacer por cambiar las cosas. Su vida, su propia vida, tenía que seguir. Pero se llevaba buenos recuerdos de Honduras, amistades sinceras, bonitas experiencias, un maravilloso aprendizaje y más humanismo en su corazón. Sin embargo, le faltaba algo.
–Quiero despedirme por todo lo alto –le dijo a sus amigas–; quiero llevar recuerdos agradables... He tenido de todo en Honduras y me voy satisfecha pero me falta algo.
–¿Qué te falta?
Ana se sonrojó y desvió la mirada.
–¿Qué es? –le preguntó su otra amiga.
Ana esperó un momento más antes de responder, en voz baja.
–Son nueve meses los que tengo de estar aquí –dijo–, y... en todo este tiempo no he tenido nada de nada.
–¿Nada de nada? ¿Qué querés decir con eso?
–Nada… Eso... Nada.
–¿Novio?
–Algo así.
–¿Sexo?
Ana sonrió, levantó sus hermosos ojos claros y contestó:
–Sí.
–¡Ah!
–Y, ¿tenés deseo?
–Sí.
–Mucho.
Ana movió la mano derecha, mientras sonreía tímidamente, y dijo:
–Así, así.
Las amigas rieron de buena gana.
–¡Ah!, pero eso se puede arreglar. ¿Conocés a alguien que te guste, que te agrade?
–En realidad, no.
–¿Te gustaría que te ayudemos?
–Bueno.
–Nosotros tenemos algunos amigos que podrían gustarte.
ELLOS. Era cuatro, jóvenes, de cuerpos atléticos, de agradable carácter, profesionales y de buen ver. Ana los conoció la noche en que decidió despedirse de Honduras con una buena dosis de amor catracho. Era una de esas noches dulces donde todo se olvida y donde se espera todo. Había música, amigos, cigarros, licor en abundancia, Four Loko, y no se sabe qué cosas más. Ana bebió dos Four Loko, mezclándola con lo que ya tenía en su estómago y en su sangre. Feliz como estaba, ya era hora de que sus amigas dieran el siguiente paso.
–¿Les decimos ya? –le preguntó una de ellas, con malicia.
–Ya –contestó Ana.
–¿Estás segura de que querés hacerlo con más de uno?
Ana movió la cabeza hacia adelante para responder afirmativamente. Entonces, las amigas entraron en acción.
–Tenemos algo que decirles –empezaron–, algo serio y que les va a gustar.
Los muchachos eran todo oídos.
–Ana se va la otra semana para Estados Unidos y quiere despedirse haciendo el amor con un hondureño.
–O con dos.
–¿Qué? ¿Estás bromeando?
–No. Ella quiere. Pregúntenle si quieren.
Ellos se volvieron hacia Ana.
–Sí –dijo ella, con aquella bonita sonrisa que le iluminaba el rostro, a pesar de lo vidriosos que tenía los ojos.
El ingeniero, un muchacho de unos veinticinco años, no muy alto, atractivo y que hasta ese momento se había portado como un caballero con las muchachas, se puso de pie, sonrió nerviosamente y dijo:
–Yo no hago eso.
–¿Qué?
–Ese tipo de relaciones no va conmigo… Hay principios que respetar. Me voy.
Y se despidió, saludando a Ana con su más amable sonrisa.
Ana no respondió. Había cambiado mucho en los últimos minutos, su conducta no era la misma recatada del inicio. El Four Loko estaba haciendo efecto en su cerebro. Se había desinhibido. Los tres muchachos restantes aceptaron la propuesta. Lo que vino después debió ser maravilloso. Las amigas serían los mejores testigos de aquella aventura. Y se sentirían satisfechas por haber ayudado a su amiga a satisfacer sus más secretos deseos.
FOUR LOKO.
Conocida como “lata de los desmayos” o “cocaína líquida”, esta bebida energizante está considerada un peligro mortal para quien la tome. Son miles las personas, sobre todo adolescentes, que han terminado hospitalizadas tan solo en Estados Unidos. Según el doctor Michael Reihart, es una de las bebidas más peligrosas que existen. Mezcla de alcohol y cafeína, hace que los bebedores no se den cuenta del grado de intoxicación a que han llegado, lo que los incita a beber más. Es una lata que lleva al desastre, dice el doctor Reihart, pues, tras el consumo de alcohol, lo natural es que el cuerpo quiera dormir, pero la cafeína se lo impide, y se ingiere más hasta que ya no hay vuelta atrás. Ana ya no podría regresar.
Al amanecer, Ana se alejó de sus amigas y la vieron caminando desnuda por las calles del pueblo. Cuando llegó a su casa, se vistió como pudo y, medio desnuda, empezó a reaccionar. No recordaba nada de lo que había pasado la noche anterior. Solo que había estado compartiendo con unas amigas, con unos amigos de estas y que estos se fueron con ellas... Pero tenía una sensación extraña, algo que no podía entender. Llamó a sus amigas y estas, al escucharla, se rieron.
–Pero si hiciste el amor con tres hombres –le dijeron–, tres hombres. No nos explicamos cómo pudiste aguantar tanto. Fue una buena despedida.
–Se cumplieron tus fantasías.
Ana se dejó caer en la orilla de la cama. Estaba confundida pero algo parecido a la dignidad iba asomándose desde su interior. Cuando estuvo más consciente supo que algo malo había pasado y tomó una decisión. Denunció a los hombres de haberla violado.
IMPUTADO. El ingeniero se declaró inocente, contó al juez lo que le habían propuesto las amigas de Ana y lo que él había respondido. Pero no era suficiente. Ana declaró que él la había violado y debía quedarse en la cárcel hasta que las investigaciones terminaran. El otro acusado había desaparecido. La Policía lo buscaba. Ana lo acusaba de haberla violado y debía comparecer ante la Justicia. Además, estaba claro que los gringos no mienten; Ana era gringa, entonces, Ana no mentía.
Esto era jurisprudencia. El Estado de Honduras había reconocido que los gringos no mienten cuando declararon culpable a Edwin Guifarro, en Juticalpa, al que acusaban de haber violado a unas gringas en el famoso caso de las gringas violadas. Los jueces, en su inconmensurable sabiduría, establecieron en su dictamen que Edwin era culpable porque la estadounidense dijo que él la había violado “y los gringos no mienten”.
El caso se cerró y a Edwin lo condenaron. Y no habían pruebas en su contra, ni semen, ni vellos, ni señales de violencia, solo había un reconocimiento inducido cuando los detectives de la Dirección Nacional
de Investigación Criminal (DNIC) de Juticalpa le tomaron una foto a Edwin, la enviaron por mensaje a Tegucigalpa, se la enseñaron a las gringas y una de estas dijo que se parecía, mientras la otra, la
que supuestamente violó Edwin, dijo que no estaba segura. Y eso no fue suficiente para declarar inocente al imputado. Bueno, hay que agregar que uno de los jueces de este Tribunal condenó a otro hombre, de nombre Samuel, basándose en el testimonio de una mujer que había muerto a causa de un balazo y que, a instancias de dos rezadoras, resucitó para decirles quien la había matado.
Los jueces se basaron en este testimonio y condenaron al hombre. Maravillosa justicia. Por lo tanto, Ana decía la verdad porque los gringos nunca mienten. Basándose en tanta sabiduría, los sospechosos de la violación de Ana deberían pudrirse en la cárcel, por lujuriosos, violadores de gringas indefensas.
JUICIO. El día del juicio llegó, como si llegara el día del juicio final. El tribunal, como en un altar, estaba preparado para impartir justicia. El segundo sospechoso, el segundo violador, se presentó con su abogado defensor. Iba a luchar contra las falsedades de aquella mujer de Putifar. El no la había violado y menos el ingeniero que se había ido, muy recatado y lleno de vergüenza, al rechazar semejante propuesta indecente. Pero “él hablaba por sí mismo”; que el ingeniero se defendiera como pudiera.
En realidad, él solo satisfizo los deseos naturales de la gringuita, que había pasado nueve eternos y solitarios meses en abstinencia, ese estado indeseable en el que se incuban los más briosos deseos y se desatan las más deliciosas pasiones. Él solo respondió positivamente a lo que le dijeron las amigas de
Ana, que pidieron que si le hacían el favor y, pues, tratándose de caballeros tan cumplidos, no iban a desairar a una dama tan bella y, sobre todo, extranjera.
¡Dios los libre! Pues, comiendo las uvas agrias, ahora los dos tenían dentera. Estaban acusados por la propia gringa de violación y lo que les esperaba era la cárcel. Pero no iría allí sin luchar.
DENIS.
Denis Armando Castro Bobadilla, médico, forense y abogado, asistió al equipo de la defensa. En opinión de los padres de los desgraciados “no pudieron encontrar mejor ayuda”.
–¿Encontraron señales de violencia en el cuerpo de Ana?
–No.
–¿Semen de los imputados?
–No.
–¿Himen roto?
–No, doctor. El himen estaba intacto cuando se le realizaron las pruebas en Medicina Forense.
–¿Declaró la gringuita ante el fiscal acusando a los imputados?
–No, ante la Policía.
–¿Qué dijo?
–Que ella fue a la fiesta de despedida y que quienes la violaron fueron los dos primeros que habían llegado a la mesa donde ella estaba con sus amigas, uno, el ingeniero; el otro, el segundo imputado.
–El ingeniero se despidió después de rechazar la propuesta de las amigas de la gringuita, ¿cierto?
–Sí, doctor.
–Además, tenemos testigos de que esto sucedió así. Las amigas de ella.
–Sí, doctor.
–Entonces, señor juez, ¿podemos creer en las acusaciones de la gringuita Ana? ¿Declaró ella ante juez competente? ¿Dónde está ella ahora? Según sabemos, se fue para Estados Unidos y no desea saber nada más de Honduras.
Por lo bajo, cuando el doctor Castro terminó de hablar, alguien dijo, con leve ironía:
–Tampoco querrá saber nada de los machazos de Honduras...
El juez, con rostro sereno, tal y como debe comportarse un representante de la Justicia, aunque con ojos en los que se notaban de vez en cuando algunas risotadas, tomó una decisión. Liberó a los acusados. Nada podía probarse, nada debía hacer la justicia en aquel caso. A menos de que Ana viniera...
PREGUNTA.
¿Qué hubiera pasado con los dos acusados si hubieran sido juzgados en el Tribunal de Juticalpa, ante la majestad de los jueces que predican en sus decisiones que los gringos no mienten, por lo tanto, si acusan, dicen la verdad? ¿Qué hubiera pasado con ellos? Seguramente estarían condenados a cadena perpetua.