QUAN. Los archivos de Jorge Quan parecen interminables. Una lista enorme de casos criminales que tiene sus raíces en los años setenta, y más allá.
Una mina inagotable de la que podrían editarse tomos y tomos para deleite de quienes se declaran apasionados por estos temas.
Casos famosos a los que se tragó el olvido; casos recientes que han estremecido a la sociedad. Crímenes pasionales, crímenes de odio, crímenes sexuales.
Depredadores humanos, estafadores, asaltantes, apóstoles de la doctrina de la seguridad del Estado cuyas manos siguen manchadas con la sangre de los desaparecidos; pastores y sacerdotes lujuriosos, pederastas, timadores y caníbales…
¡En fin!, un archivo que encierra una parte de la historia negra de Honduras, escrita con la sangre de las víctimas y con las lágrimas de sus seres queridos.
Sin embargo, más que leer los expedientes de los casos, escuchar cómo los relata Jorge Quan es más subyugante.
La entonación, el misterio, la fuerza de las descripciones y esa capacidad extraña de hundir al oyente en la historia, obligan a solidarizarse con la víctima, a detestar al criminal, a compadecer a los parientes que sufren y a convertirse en policía por un instante.
Seguramente es un don el de Jorge Quan. Este caso es parte de su archivo; es parte de la historia criminal de Honduras.
MARCOS. Era muy joven cuando decidió emigrar de Honduras. Nada había en el país para él, y decidió buscar el sueño americano. El camino hacia Estados Unidos estaba lleno de espinas, sin embargo, era el camino al paraíso, y él quería llegar.
Sufrirlo todo era soportable; lo peor sería morir; lo menos peor, regresar mutilado en una silla de ruedas. Marcos se fue. Inició una aventura de la que sabía solo lo que le habían contado. Pronto abrió los ojos, pero no podía arrepentirse.
RUTA. Marcos no olvidaría nunca los horrores que vieron sus ojos. Hombres, mujeres y niños de todas las edades, razas y nacionalidades avanzando con miedo en aquella ruta de la muerte.
Ancianos que se ahogaban en las represas y en los ríos, grupos que eran asaltados por otros migrantes, por delincuentes establecidos en ciertos territorios y por muchos policías mexicanos.
Mujeres violadas cuyos gritos se apagaban bajo la amenaza del cuchillo o de la pistola, muchas, incluso, estranguladas en el acto mismo.
Y había que recordar el hambre, la sed y el miedo terrible, el miedo que se metía debajo de la piel como el sudor, como el polvo del camino.
Lo grotesco del desierto, de los buses repletos de gente que era extorsionada en cada estación por gente de la migra; madres que dejaban a sus hijos en casas de gente buena o que veían cómo se los robaban los traficantes.
Y los Zetas, los crueles y siniestros Zetas que secuestraban, asesinaban y esclavizaban. Pero había algo más. El tren. Largo, imponente, siniestro, avanzando como una serpiente de hierro que no lleva a ningún lado, que aplasta, que mutila, que destripa.
Y Marcos recordaba los gritos de los que caían en los rieles, recordaba las piernas cercenadas por las ruedas de hierro, los lagos de sangre de los que morían deshechos, los lamentos de los que no volverían a caminar jamás y que se despertaban para vivir una pesadilla el resto de sus días.
Era un éxodo doloroso, sin maná, sin Moisés y sin vara para abrir el río Bravo. Era el éxodo de la muerte. Marcos guardó aquello en su memoria como un recordatorio del tormento que tuvo que soportar para llegar a la tierra en la que fluye leche y miel.
Ya puesto allí, tenía que triunfar, y el triunfo que buscaba se medía solamente por la cantidad de dinero que se acumulaba.
REALIDAD. Pero la realidad pronto se encargó de mostrarle a Marcos que en Estados Unidos la vida es dura. Pronto supo que los dólares no se recogían del suelo.
Pero los dólares cambian vidas, dan poder, hacen bello al más feo, convierten las canas y las arrugas en atributos y acentúan la virilidad. Los dólares también prostituyen. Aun así, Marcos necesitaba dólares.
AMOR. Pero hay algo más poderoso que el dinero: al amor. Marcos lo encontró en una mujer casi perfecta, exageradamente linda, sensual e inteligente; una cubano-americana que se enamoró de él. Cuando se casaron, las cosas empezaron a cambiar para Marcos.
Ahora tenía casa, un lecho caliente, una mujer hermosa y su propio vehículo. ¿Qué más podía desear?
Un día, su mujer le dijo:
–Tenemos que pensar en el futuro.
–Claro, para eso estamos ahorrando.
–Sí, pero hay que hacer algo más… ¿Qué pasaría conmigo si te pasa algo? Me quedaría sola y desamparada.
–No me va a pasar nada. Siempre voy a estar aquí.
–¿Y si no?
–Dios es el que sabe.
–Quiero que compremos un seguro de vida.
–¿Para qué?
–Si algo me pasa, de algo te servirá el dinero.
Marcos estuvo de acuerdo. Esa misma semana firmaba delante de su mujer un seguro de vida por dos millones de dólares. No tenía más beneficiarios que su esposa.
–Creo que ahora valgo más muerto que vivo.
La mujer no le dijo nada, se acurrucó sobre su pecho y le dio un beso. Marcos era feliz.
VIAJE. Un día, residente ya en ocasión de haberse casado con una ciudadana estadounidense, Marcos decidió regresar a Honduras.
–¿Vas a venir conmigo?
–No puedo, amor.
Marcos viajó solo. Su familia en Honduras se puso feliz. Era como si regresara el hijo pródigo. Pero Marcos estaba viviendo las últimas horas de su vida. Vino a Honduras solo para morir.
MARISCOS. Son un manjar, y en Honduras, ese manjar es barato. Marcos comió mariscos hasta que no pudo más. Un día, dos días, tres días. Era su comida favorita.
Pero la noche del cuarto día, después de comer ceviche con cerveza, empezó a sentirse mal, se puso rojo, le dolía el estómago, sentía náuseas, tenía fiebre y se le dormían los brazos y las piernas.
En la clínica de su amigo, un antiguo compañero de colegio que se había graduado de médico, le diagnosticaron posible intoxicación por escombroides. Marcos había comido atún hasta reventar.
Tres horas después tenía las piernas paralizadas, los brazos no le respondían, apenas podía hablar y sus ojos desorbitados lloraban. Marcos estaba muriendo. Su hermana le avisó a su esposa.
Una hora después, poco antes de la medianoche, Marcos perdió el conocimiento; empezó su terrible agonía. Moriría joven.
Temprano, a la mañana siguiente, la esposa llegó a San Pedro Sula, tomó un carro alquilado y llegó al pueblo. Eran las nueve de la mañana.
Marcos estaba en la clínica. No reconocía a nadie; es más, había entrado en coma. Los médicos, para evitar un posible contagio, lo aislaron. A las cuatro de la tarde, bañado por las lágrimas de su esposa y de sus hermanas, Marcos murió.
A las seis estaba en el ataúd. A las siete estaba en la que fue su casa cuando niño, a la que había regresado solo para morir.
–¿Qué hago, Dios mío?
–Fortaleza, señora. Marcos ya descansa en la paz del Señor.
DEFUNCIÓN. La Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC, llegó a la clínica justo en el momento en que cerraban el ataúd.
–¿Informaron de esta muerte a la autoridad?
–Íbamos a hacerlo en este momento.
–Abra el ataúd.
–Le aconsejo que lo vea por el vidrio, señor. Acaba de morir y las bacterias que lo mataron podrían ser altamente contagiosas.
–¿Certificado de la defunción?
–Yo la firmaré…
El doctor amigo de Marcos se veía triste. Pero no pudo firmar. Había perdido su sello. Sin sello, nada valía su firma y nada valía aquel documento.
–Haceme el favor –le dijo a un amigo que estaba con él, y que había atendido al enfermo–. Creo que perdí mi sello.
El médico firmó.
–Pueden llevarse el cuerpo.
La esposa les dedicó un sollozo.
VELATORIO. Hacía calor, un calor sofocante. Las lágrimas y los lamentos se mezclaban con las voces que exaltaban a Marcos. El olor a café recién hecho se mezclaba con el penetrante aroma de las velas que se derretían en las cuatro esquinas del ataúd y con el olor dulce de las flores.
Afuera, habían encendido fogatas y el humo aderezaba el ambiente.
De repente, a eso de las once de la noche, se fue la luz. La noche negra cayó como una mortaja sobre la calle y los pocos amigos que quedaban en el velatorio salieron al patio. Solo la esposa seguía fiel al lado de su marido.
Alguien tropezó con una vela, se consumieron dos casi al mismo tiempo y solo dos cirios quedaron iluminando la sala en una esquina, al pie de un altar de la virgen adornado con flores frescas.
–¡Ay, Marcos! Solo a eso viniste a Honduras… ¿Qué voy a hacer ahora? Me dejaste sola…
Cuando la luz regresó, hora y media después, la sombra de la esposa, vestida de negro, seguía inmóvil sobre el ataúd. Lo había cerrado, le puso flores en el centro y ahora lo despedía con lágrimas. Era lo último que llevaría en su corazón.
ENTIERRO. A las ocho de la mañana salió el cortejo hacia el cementerio. Los amigos iban tristes, la esposa lloraba en el asiento del copiloto en el carro fúnebre, las hermanas se limpiaban las lágrimas y los vecinos se lamentaban al ver pasar a Marcos hacia su última morada.
–¡Qué desgracia! Y más ahora que le estaba yendo bien en los Estados…
–¡Ay, si! Venir solo a morir…
–¡Y que linda es la esposa!
–Marquitos siempre fue un hombre con suerte.
–¡Pobrecita! ¡Cómo lo quería!
REGRESO. El regreso a la casa fue terrible. Las lágrimas no se detenían, quedaba en la sala el vacío enorme y el olor a cera derretida y a flores de muerto. Marcos ya no volvería más. Hasta la resurrección.
–Me voy mañana temprano –dijo la esposa–; ya nada tengo que hacer aquí…
–Tiene que arreglar los papeles, cuñada…
–¿Qué importa eso si ya no está él?
A la tarde siguiente, en el aeropuerto, la mujer, vestida de riguroso luto, se despedía de su familia política.
–¿Lleva todo en orden?
–Creo que sí.
–¿Acta de defunción?
–Sí.
–¿Certificado de la clínica?
–Sí.
–¿Partida de nacimiento?
–Sí.
Todo estaba en orden. Cuando el avión dejó la pista, la mujer se quitó el chal, suspiró, se limpió las lágrimas y se puso color en los labios. Vio por la ventana las plantaciones de piña y de plátanos, vio el río y miró las montañas a lo lejos. Se iba de Honduras para siempre.
El lunes siguiente empezaba para ella una nueva vida, una vida terrible sin su esposo. Se limpió una nueva lágrima.
SEGURO. Vestida de luto, la mujer, contoneando inocentemente las hermosas caderas, se plantó frente al oficial de la aseguradora, que le indicó una silla amablemente. Su esposo había muerto, estaba enterrado en Honduras y necesitaba saber qué trámites debía seguir para cobrar el seguro de vida.
El amable oficial se ofreció a atenderla. Cuando salió de la oficina, dejó firmados los documentos y la aseguradora se comprometió a entregarle los dos millones de dólares en una semana.
BILL. Es un hombrecito menudo, de aspecto decrépito, a pesar de ser joven, de ademanes nerviosos, cabeza calva y ojitos de limpiamundo, esto es, de zopilote.
Era analista de riesgo en la aseguradora. Cuando le llevaron los documentos para tramitar el pago del seguro, dijo:
–Esperemos… Ya firmaré.
En ese momento tomó el teléfono e hizo una llamada. Habló largos minutos.
–¿Qué piensas?
–Nada, en realidad; solo es rutina. Lo mismo de siempre. ¿Hay algo?
–¿Cuál es el nombre?
–Marcos…
–Creo que hay aquí un homónimo… Alguien ha usado una tarjeta de crédito a su nombre…
–¿La esposa?
–No estoy seguro.
–Debe ser ella…
–Te llamo después.
A las nueve de la noche sonó el teléfono.
–Creo que debes ver esto…
–Estoy allí en media hora.
VIDEO. Era el rostro juvenil de un hombre despreocupado, de cabello negro, rizado, ojos vivos y fácil sonrisa.
–Tenemos siete compras. Estos son los videos de las cámaras de seguridad. ¿Lo conoces?
El hombrecito abrió una carpeta y sacó una fotografía grande.
–Es la misma cara.
–Es el mismo hombre.
–¿Con que nombre firmó las compras?
–Marcos…
–Es él…
–Pero está muerto.
–Entonces es su fantasma…, o resucitó antes de tiempo… ¡Marcos, levántate y anda!
Los dos hombres rieron de la ocurrencia. A primera hora de la mañana siguiente el hombrecito estaba en un avión rumbo a Honduras. Estaba acostumbrado a hacer las cosas bien hechas. Con él venía un agente del FBI.
Veinticuatro horas después estaban en el cementerio, con una orden para exhumar el cuerpo de Marcos. La familia protestó y tuvo que intervenir la Policía. La orden de un juez no se discute.
EL CADÁVER. El ataúd pesaba, estaba sellado y solo en base a ley estaba siendo molestado en su descanso eterno.
–Llamen a la familia para que sea testigo…
–Quieren irse, señor…
–Reténgalos, por favor. No deben salir del cementerio y no los dejen que toquen un teléfono… Sigamos.
Los sellos de la tapa saltaron uno después del otro. La tapa chirrió al abrirse. Una sonrisa triunfal iluminó el rostro apergaminado del oficial de seguros y sus ojos brillaron.
–¡Cemento!
Dos bolsas de cemento, acomodadas en línea en el centro del ataúd era el cadáver que esperaba en la fosa el día de la resurrección.
–¡Haga la llamada!
–Ya la hice.
–¿Qué hay?
–En este momento los están deteniendo… El FBI tenía cercada su casa.
NOTA: Marcos y su esposa fueron detenidos en ese mismo instante. Llevados a juicio, fueron condenados. Saldrán en libertad en unos años más.
El médico que firmó el certificado de defunción fue suspendido, a pesar de que alegó que solo le hizo un favor a un colega que había perdido el sello.
En Honduras, la DNIC tiene en sus manos la investigación de los cómplices del fraude de los dos millones de dólares. Era mucho dinero y seguramente alcanzaría para todos.