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La tolerancia, sinónimo de respeto y aceptación

Quien es tolerante es una persona digna de respeto y admiración y es capaz de aceptar las diferencias. Se valora a quienes son capaces de salir de sí y de encontrase con otros a pesar de sus diferencias.

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19.05.2012

Sin duda que cuando hablamos de tolerancia entramos en un terreno difícil de precisar, pues el concepto es utilizado en tan diversas formas que es difícil de definir. Por tolerancia entendemos de un modo casi inmediato un valor y una virtud que toda persona que forma parte de este nuevo mundo globalizado debe desarrollar.

La tolerancia consiste en el respeto, la aceptación y el aprecio de la rica diversidad de las culturas de nuestro mundo, de nuestras formas de expresión y mentalidades.

En efecto, se afirma que la tolerancia es un valor esencial para la convivencia entre las personas. Sin él la convivencia entre unos y otros sería imposible, puesto que en la naturaleza del ser humano reside el individualismo, que de por sí acentúa la indiferencia y la falta de solidaridad entre las personas.

Como todos somos diferentes, se parte del supuesto que para poder vivir en comunidad debemos aprender a tolerar a los demás. Quien es tolerante es una persona digna de respeto y admiración, puesto que es capaz de aceptar las diferencias y de esta forma se destaca por su capacidad integradora. Se valora a quienes son capaces de salir de sí y de encontrase con otros, aun a pesar de sus diferencias. No se trata de una persona que subyuga su mentalidad y valores y se adapta a los demás, sino de quien mantiene una mente abierta, y antepone el respeto en sus relaciones, para que aun sin coincidir con el otro, pueda empatizar, dialogar y valorar las posturas diferentes a la suya.

La tolerancia es un valor que permite la convivencia, en especial en el plano ideológico, puesto que es importante para una sociedad aceptar la diversidad y convivir con todas las manifestaciones de la cultura. Parte de la premisa que nadie es portador de la verdad absoluta y que siempre podemos aprender algo de los demás, hasta de nuestros adversarios.

Para ser tolerante hay que ser consecuente con este concepto no solo en lo cotidiano, sino hasta en situaciones en la que se nos daña directamente. El gran humanista Ghandi dijo un día: “Ojo por ojo y el mundo quedará ciego”. La tolerancia es entonces el respeto a la forma de ser y de pensar de los demás. Ese respeto pone una base de convivencia que también es contagiosa y cuando todas las partes asumen esa virtud como base, el diálogo y la valoración por el otro empiezan a trabajar.

Por lo tanto, para construir una cultura de tolerancia, uno de los primeros pasos debe ser identificar y educarnos en aquellos valores morales que todas las culturas, religiones y etnias puedan reconocer como propios, y a la vez compartirlos con los demás en un diálogo continuo. Todo esto significa educarnos en concordia y la empatía para conquistar el respeto mutuo; la valoración de la diversidad para asumir que no todos somos iguales; la capacidad de escuchar a otros y aprender a trabajar con sus ideas para extraer lo mejor de ellas y conectarme sinceramente con la mente y el corazón del otro; la generosidad que nos permite trascender más allá de nuestros intereses mezquinos y pensar en lo mejor para la colectividad; la justicia y el amor que deberán ser la brújula que impedirá que nos perdamos en la maraña de egos y resentimientos.

El concepto de tolerancia es algo tan amplio, que es difícil de resumir en pocos argumentos. Relacionando tolerancia con ideas afines, encuadraremos mejor su significado y para ello nada mejor que exponer una serie de valores relacionados:

El respeto a los demás, que nos ayuda a aceptarlos como son y a comprenderlos. En virtud de este respeto a los demás, les motivaremos a extraer sus mejores valores, los alentaremos al amor, al esfuerzo, a la dación generosa, a la voluntad, a su sentido de la justicia, a la renuncia, y por ende, a sus más elevados sentimientos e ideas, y también sabremos disculpar aquellas actitudes que les apegan a valores exclusivamente materiales y les atrofian las alas del alma.

La aceptación propia, que implica el reconocimiento sincero de nuestros defectos y virtudes, alejándonos de una visión subjetiva. Saber conocerse objetivamente es una de las capacidades menos abundantes en la actualidad, y ello a su vez nos impide la justa valoración de los demás.

La convivencia es el arte de vivir y dejar vivir. Hay que entender la convivencia como una meta muy difícil de alcanzar, a la que solo llegan aquellos que viven con-vivencia, o sea, que tienen un cúmulo de vivencias internas, que reúnen la madurez suficiente como para enfrentar sus dificultades. La vivencia necesaria para poder convivir se alcanza cuando además de enseñárnosla bien, la aprendemos bien, la hacemos nuestra y la ponemos en práctica cotidianamente.

La cortesía, que pretende mantener unos modales, como aquellos que eran propios de las cortes de antaño, en que ciertas pautas de conducta –cuando no eran aun fingidas- ayudaban al trato correcto entre las personas. Sobre todo en situaciones de conflicto, la ofensa, la burla y el desprecio verbal por los que no coinciden con un pensamiento, no ayudan en nada y dificultan cualquier tipo de encuentro. Cuidar las formas corteses es necesario para alimentar la tolerancia y la convivencia, pues dejan entrever los sentimientos de aprecio y respeto a los otros, ya sea a través de un saludo afectuoso y sentido, de unas palabras de apoyo, de la deferencia de los alumnos hacia los profesores y viceversa, del trato amable del hombre hacia la mujer, y a la inversa, de manera que unos y otros vivan más pendientes de los demás que de demandar atenciones para sí.
La concordia, que ayude a vivir fraternalmente, partiendo de valores que no surgen de la esfera individual, sino de ver en los seres humanos la esencia común. La palabra concordia tiene la misma raíz que la palabra corazón. Así, estar en concordia es vivir, corazón con corazón, tener sensibilidad por el otro, a pesar de nuestras diferencias. En ese sentido, vivir en concordia con aquellos que coinciden plenamente con nuestros puntos de vista e intereses no tiene ningún mérito. La fuerza de la concordia se mide en la contraposición.

La solidaridad, que nos impulsa a compartir, a aportar algo valioso de nosotros a los demás, y no únicamente lo que nos sobra. Hace falta una solidaridad que no trate tan solo de poner parches en los males de otros, que no prime solo la ayuda humanitaria material, que no entregue solo peces, sino que les aporte también la caña de pescar a los desheredados de la tierra… E

sa solidaridad debe también llenar conciencias vacías, alimentar sueños y esperanzas, capacitar oficios, instruir filosóficamente en el amor y respeto a los demás, enseñarles a construir un mundo fraterno… Han habido momentos de alto esplendor civilizatorio en que los seres humanos hemos podido vivir con respeto y solidaridad.

En los años oro de la hermosa ciudad medieval de Toledo en España, judíos, cristianos y musulmanes vivían en total respeto y convivencia, sin mencionar el extraordinario ejemplo del Imperio Romano, que en su mejor período ha sido el mejor referente de tolerancia y respeto por las diferencias. El Imperio se nutría de la diversidad y con esto generaba beneficios a todos los que pertenecían a este ideal de ser Ciudadano del Mundo.

Ninguna política de solidaridad que no hunda sus raíces en lo profundo de las conciencias podrá perdurar, y será “pan para hoy pero hambre para mañana”. Del mismo modo que sobran ecologistas de pancarta, hacen falta voluntarios que ofrezcan parte de su tiempo para aportarlo por bien de los demás, para ayudar en lo que realmente importa, y además fundamentar los cimientos de una cultura rica en valores humanos, sobre los que se yergan hombres capaces de crear un futuro mejor.

En efecto, el mundo no será mejor porque lo gobiernen grandes tecnócratas o profesionales, o personas de un signo u otro, ya sean musulmanes, o budistas, sino porque esté regido por hombres capaces de creer en el “ser humano”, que sepan discernir y ver lo bueno, lo bello y lo justo.

Tengamos fe y demostremos con nuestros actos que la buena voluntad puede primar por encima de las diferencias, que podemos hacer historia como Ghandi, Madre Teresa, Luther King o el Dalai Lama… podemos ser mejores, podemos actuar mejor, podemos construir la tolerancia.