El secreto de la viuda negra I parte
RESULTADOS. El mes que los investigadores de homicidios pasaron en Olancho fue fructífero. Asistieron al entierro de La viuda negra, se enamoraron del caserío del que había salido una de las mujeres más bellas de Honduras y entrevistaron a cuanta persona quiso hablar con ellos. Al final, concluyeron en que Soniona, la olanchana, no era solamente una víctima, era también victimaria.
Los detectives descubrieron que la noche del ocho de septiembre, una mujer hermosa, de bellos ojos verdes y sonrisa de fuego, se hospedó en un hotel de bajo perfil, en Juticalpa. El empleado la registró con su nombre de pila y le entregó las llaves de una habitación. A pesar del tiempo que había pasado, el empleado la recordaba como si acabara de verla. La fotografía que le presentaron los detectives le alegró los ojos.
Dijo el empleado que esa noche la visitó un hombre, un señor del pueblo, al que llamó Samuel; que conversaron por casi dos horas y que los oyó discutir. Al día siguiente, Sonia salió temprano y regresó dos horas después. El empleado que le entregó las llaves de la habitación dijo que la mujer lloraba. Era el día nueve de septiembre.
Antes del mediodía salió de nuevo. Un taxi la esperaba afuera del hotel. Regresó en el mismo taxi a las nueve de la noche. Se veía demacrada y se notaba que había llorado por mucho tiempo. El día diez, en la mañana, salió vistiendo un pantalón blanco, una blusa verde, de seda, sandalias bajas, blancas, y cartera verde al hombro. Pero no tardó en regresar. Al mediodía, una empleada la escuchó llorar en la habitación. No salió hasta el anochecer, pagó la renta y un taxista le ayudó a llevar su maleta. No la volvieron a ver. Los detectives no lograron localizar a los taxistas.
MÁS. Sin embargo, conocieron a don Samuel, el hombre con el que Sonia estuvo platicando la noche del ocho de septiembre en el lobby del hotel.
Era un hombre mayor, de unos cincuenta años, no muy alto, con algunas canas, blanco, de bigote grueso, ojos negros y abdomen algo abultado. El empleado lo conocía muy bien y lo recordaba porque la mañana del once de septiembre, la Policía lo encontró muerto en el asiento del conductor de su propio carro, un Toyota Hilux doble cabina, color verde. Las noticias dijeron que lo encontraron en un barrio oscuro y solitario de Catacamas, desangrado, y que lo habían herido con un cuchillo en el cuello.
“¿Está seguro que es el mismo hombre que platicó con Sonia la noche del ocho de septiembre?”
El empleado estaba seguro.
“¿Le dijo el taxista que la llevó la noche del diez de septiembre dónde la dejó?”
“No hablé con él porque no lo conocía, pero sí recuerdo que no tardó mucho en regresar al hotel por si habían más clientes.”
“¿Recuerda el nombre del taxista?”
“No”.
HIPÓTESIS. ¿A dónde fue Sonia el diez de septiembre en la noche? ¿Dónde la dejó el taxista? El viaje no debió ser largo porque el empleado del hotel dijo que regresó pronto. ¿Era que alguien la esperaba? ¿Era Samuel ese hombre?
Los detectives encontraron a la esposa de Samuel. Vivía en la misma casa, con su suegra, una anciana de setenta años, y los tres hijos de su matrimonio.
DATOS.
La esposa dijo que Samuel salió esa noche después de bañarse, afeitarse y perfumarse. No le dijo para dónde iba y ella no se atrevió a preguntarle. Sin embargo, un lustrabotas que siempre le limpiaba los zapatos a Samuel le dijo, después del entierro, que lo vio estacionado frente al parque, que lo saludó y que le dio la impresión de que esperaba a alguien. No supo quién era. Los detectives se preguntaron a cuánta distancia estaba el hotel del parque central. No tan cerca pero sin tráfico en las calles la distancia se recorría rápido en un taxi. Los detectives sacaron la fotografía de Sonia. La esposa abrió los ojos; la anciana madre tembló.
“Ella trabajó con nosotros hasta que salió embarazada –dijo la mujer, tratando de ocultar su molestia”.
“¿Embarazada?”
“Sí”.
“¿Tenía novio la muchacha?”
“Podría decirse que sí”.
La anciana saltó de su silla mecedora.
“A ella la embarazó mi hijo, Samuel. Se fue de aquí cuando empezó a notársele la barriga. Dicen que regaló el niño, que lo dejó en un hospicio. Yo nunca lo encontré”.
“En qué hospicio”.
“En el de unas religiosas”.
PREGUNTAS. Los detectives supieron que Sonia no volvió a Juticalpa más que esa vez, la noche del ocho de septiembre. ¿A qué había regresado? ¿Venía acaso a buscar a su hijo? ¿Visitó el hospicio? ¿Por qué lloraba cuando regresó al hotel la mañana del día nueve y la del día diez? Quizás la respuesta estaba en el hospicio.
PASADO. Revolver el pasado en busca de datos es una tarea difícil, y más cuando se trata de resolver un crimen. Esta tarea se complica cuando se busca información entre religiosas y mucho más cuando está en medio un niño al que su madre entregó al orfanato para que lo dieran en adopción. Nada más hermético que esto. Los detectives no sacaron nada de aquí, sin embargo, algo encontraron en el puesto de periódicos que estaba cerca de allí.
El dueño, un hombre maduro, lleno de canas y arrugas, con ojos maliciosos y lengua pesada, tardó mucho en decir que recordaba a la mujer de la fotografía. Había venido dos veces al hospicio y las dos veces salió con lágrimas en los ojos. La recordaba porque era hermosa y porque sus ojos verdes, llorosos, se encontraron con los suyos cuando cambió de acera para tomar un taxi. Los detectives iban armando el rompecabezas.
RESPUESTAS.
“¿Usted corrió a Sonia de su casa?”
La mujer parpadeó varias veces, se meció con suavidad, y respondió:
“Era lógico que tenía que irse. Era ella o yo”.
“¿Sabía su esposo que ella estaba embarazada?”
“Claro que lo sabía”.
“¿Qué hizo él?”
“Le convenía seguir en su hogar.”
“¿Cuándo supo usted que la muchacha dejó al niño en un hospicio?”
“Después de que murió mi esposo”.
“¿Está segura?”
“No tengo razones para mentir.”
“¿Tiene sospechas usted sobre quién mató a su esposo?”
“No”.
“Una pregunta importante”.
La mujer esperó con ojos fríos, rodeados de bolsas y ojeras.
“¿Recuerda usted si Sonia era zurda?”
“Sí, era zurda”.
“Bien. Lo mismo nos dijo la mamá de ella”.
“¿Por qué lo pregunta?”
“Porque Sonia es la asesina de su marido”.
La mujer dio un salto en su silla. La anciana, que había estado dormitando todo ese tiempo, dio un grito.
“¡Yo lo sabía –dijo-; yo lo sabía! ¡Esa maldita mujer!”
“Sonia se vengó de don Samuel. Él la embarazó cuando ella tenía diecisiete años, la corrió de la casa, se olvidó de ella. Ella, pobre como era, decidió dar el niño en adopción, si es que eso era posible, pasó el tiempo, quiso ver o recuperar a su hijo, se vio con don Samuel, este la vio hermosa, quiso tratar con ella, no podía ser en Juticalpa, donde todo el mundo lo conocía, y viajaron a Catacamas. Allí lo mató clavándole un cuchillo en el cuello. Hasta aquí vamos bien, o al menos ya sabemos quién mató a don Samuel, aunque no podemos probarlo. Ahora nos queda averiguar quién y por qué mató a Sonia”.
La anciana lloraba.
“Si yo hubiera sabido lo que sé hoy –dijo–, yo mismo la hubiera matado con mis propias manos”.
Era hora de regresar a Tegucigalpa y viajar a San Pedro Sula.
SONIA. La encontraron en el centro de su propia cama, vestida con un camisón transparente, con las manos atadas a la espalda y con la cabeza deshecha a martillazos. El martillo estaba en el mismo cuarto, ensangrentado. Además, y esto intrigaba a los detectives, tenía el rostro desfigurado. Parecía que le habían clavado diez uñas y habían rasgado con ellas la piel en varias direcciones. Uno de sus hermosos ojos era una masa informe y grotesca que sobresalía de su órbita sanguinolenta. Los detectives recordaron las enseñanzas de Gonzalo Sánchez:
“Busquen en el pasado de la víctima. Por lo general, en su pasado están las causas de su muerte”.
ESMERO. Los investigadores regresaron al bar donde trabajaba la viuda negra. Noche tras noche regresaban con las manos vacías. Pero dos semanas después, un moreno de casi dos metros de alto que trabajaba como guardia de seguridad en el bar, se decidió a hablar con los policías.
“Mirá, hermano, a Soniona muchas aquí le tenían envidia. A ella le gustaba que le dijeran la viuda negra, pero las supuestas amigas que tenía le decían la come hombres”.
“¿Por qué le decían así?”
“Porque esa mujer devoraba a los hombres, los consumía…”
“No te entiendo”.
“Aquí venía un cliente, un abogado o licenciado, yo no sé, que se enamoró de ella. Ella era fichera y le bajó todo el rial que pudo; el hombre se puso loquito por ella, dejó mujer, hijos, casa y le ofreció sacarla de aquí, pero ella lo rechazó y al rato estaba exprimiendo a otro. El abogado se mató…, se suicidó… ¿Si me entendés?”
“¿Cómo se llamaba el hombre?”
ARCHIVOS. El misterio de la viuda negra se enredaba cada vez más, aunque a veces parecía ir por buen camino.
La esposa del abogado, una mujer joven que acababa de casarse de nuevo, les dijo a los detectives que su marido se mató por una prostituta del Hapylandbar, que lo había dejado en la calle y que cuando lo vio pobre lo tiró a la basura. Pero dijo algo más: no era el primer hombre que se mataba por ella. Los detectives volvieron al bar.
MIREYA. Era compañera y amiga de Sonia. Le dijo a los policías que Sonia odiaba a los hombres, que lo que más deseaba en la vida era tener dinero y que con dinero se dedicaría a buscar a su hijo. Dijo, además, que fue a buscarlo una vez, pero que las monjas no le dieron información sobre el niño, y que por eso lloraba todo el tiempo.
“¿Le habló sobre el papá del niño?”
“No; nunca habló de él, aunque decía que al marido se lo habían matado en Catacamas, una noche del día del niño. Por eso le decían la viuda negra, pero yo creo que era más porque dos hombres se habían matado por ella.”
“¿Dos hombres?”
“Sí; uno en Tegus, cuando trabajaba en el Llamarada, y el otro aquí, hace unos años”.
“¿Cómo se llamaba el hombre de Tegus?”
“Ni idea”.
“¿Sábe más o menos en que fecha se mató ese hombre?”
“Creo que fue por el tiempo en que se vino para San Pedro…”
REGRESO. El nigth club Llamarada ya era historia y encontrar gente que se relacionó con él llevó mucho tiempo. Un hombre que trabajó después con El Gavilán, un dueño de bares que murió asesinado, les dijo a los detectives que el hombre que se mató por Soniona, la olanchana, era un muchacho, un estudiante universitario originario de Copán, que se enamoró de la mujer hasta que ella lo dejó por otro. El muchacho, al que llamaremos Carlos, no soportó el rechazo y se mató de un disparo de escopeta en la garganta.
“Yo creo que la maldición de Sonia era su propia belleza”.
La opinión del hombre estaba de más. Era hora de viajar a Copán. Habían pasado seis meses desde el asesinato de la viuda negra.
MAL.
Nadie recibió a los detectives en la hacienda donde les dijeron que estaban los padres de Carlos. Los ancianos que vivían en ella no los recibieron y entonces decidieron ir al cementerio a ver la tumba del suicida. ¿Qué buscaban allí? Presionar psicológicamente a los abuelos.
Fumaban plácidamente un cigarro, sentados en la losa de mármol pulido, cuando un Ford se detuvo a unos metros de ellos. De él bajó la abuela de Carlos.
“Respeten la paz de los muertos”.
“Solo descansamos, señora”.
“Pero no en la tumba de mi nieto. Váyanse de aquí”.
“Solo queremos saber por qué se suicidó su nieto”.
“Eso ustedes ya lo saben; lo que ustedes quieren saber es quien mató a esa basura humana que obligó a mi nieto a matarse”.
Los detectives se quedaron callados. La señora estaba furiosa. Atrás, venía su esposo, apoyándose en un bastón, acompañado por varios hombres armados con rifles. Los detectives se despidieron amablemente. Más allá, el sol se ocultaba detrás de un manto de nubes blanquecinas que acentuaban el frío en las montañas. Lo último que oyeron aquella tarde fue el llanto doloroso y profundamente conmovedor de la anciana. Cuando miraron hacia atrás, lloraba sobre el mármol. Su esposo la consolaba.
“Creo que ya sabemos quien mató a la viuda negra”, –dijo uno de los detectives.”
“Ahora tenemos que probarlo”.
“¿Le viste las uñas a la señora?”
“Sí; largas y afiladas”.
“Y fuertes, como garras”.
“¿Sería ella la que le arañó la cara a la muchacha?”
“Estoy seguro. Su nieto se suicidó por ella, ella era linda, su belleza tenía que ser destruida, y las uñas de la anciana la destruyeron… Es lógico. La anciana descargó su furia contra ella. Amaba a su nieto y tenía que castigar a la mujer que le causó la muerte”.
“¿Por qué esperó tanto tiempo?”
“Recordá que se vino de Tegucigalpa poco después de la muerte del muchacho; seguramente se sintió amenazada y se escondió en San Pedro, pero al final la encontraron. Recordá que el odio tarda pero no olvida”.
“¿Por qué no gritó la olanchana?”
“Esa es una buena pregunta. Tal vez la atacaron por sorpresa. Recordá que tenía la cabeza deshecha a martillazos”.
“¿La atacaron en el momento en que entró al apartamento?”
“Tal vez la esperaban adentro…”
“¿Cómo entraron?”
“Fácil”.
Hubo un instante de silencio.
“Me gustaría saber si alguien vio ese Ford rondar el edificio de apartamentos el día en que mataron a la viuda negra. Alguien tuvo que haber visto algo.”
MISTERIO.
Hasta el día de hoy, el crimen de la viuda negra sigue en la impunidad. Aunque dos testigos reconocieron el Ford, los detectives no pudieron presentar elementos suficientes para acusar a la abuela de Carlos. Nadie vio a la señora en el edificio y carros Ford como el suyo hay muchos. El detective, que hoy es abogado, dice que está seguro que ella fue la que le deformó el rostro a Sonia con las uñas, y que alguien le ayudó a inmovilizarla golpeándola con el martillo en la cabeza cuando cerró la puerta del apartamento.
¿Por qué matarla con un martillo?
Porque no hace ruido.
El misterio de la viuda negra continúa hasta hoy. Nadie la recuerda, quizás solo su madre, si es que sigue con vida.