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El misterio del cadáver acuchillado (Parte II)

<p>Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres. Misterio sobre misterio, y el del amor es el más grande.</p>
14.09.2013

RESUMEN.
A Jorge lo acribillaron a balazos en el bulevar Centroamérica; los testigos le dijeron a la Policía que dos hombres en una moto se acercaron a la camioneta que manejaba y le dispararon quitándole la vida en cuestión de segundos. Luego se perdieron en la calle que lleva a la colonia El Hogar.

En la funeraria, Jorge está rodeado por amigos y parientes que sufren su muerte, sin embargo, falta que llegue al velatorio su hijo mayor, que viene desde Estados Unidos. Al llegar, exige besar por última vez a su padre. Al abrir el ataúd descubre algo que lo hace estallar de ira.

GRITOS.
“¿Quién le hizo esto a mi padre?”

El muchacho gritó una vez más, viendo con ojos de fuego a su madrastra, que se había dejado caer en un sillón cercano. Los hermanos, movidos por la curiosidad y alarmados, se acercaron al ataúd y, de pronto, la indignación también se marcó en sus rostros. Luego vinieron los amigos, movidos por la curiosidad, y las exclamaciones de indignación no se hicieron esperar.

“Por última vez, madre, ¿Quién le hizo esto a mi padre?”

La mujer siguió en silencio.

“Usted lo sabía…”

Ni una palabra salió de la boca de la mujer, cuyo rostro iba coloreándose conforme pasaba el tiempo. Había levantado la cabeza y ahora miraba de frente a su hijastro. Aun así, no dijo nada. El muchacho llamó a la Policía.

LA DNIC. El cadáver de Jorge era todo un espectáculo. El fiscal estaba sorprendido y los detectives de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) trataban de encontrar una explicación.

El cadáver estaba sobre una mesa, desnudo, mostrando la enorme cicatriz en “Y” que le bajaba desde los hombros hasta la mitad del abdomen; sin embargo, había algo más. Al menos setenta cuchilladas habían perforado la piel y el pecho, y el abdomen parecía una coladera.

“Lo acuchillaron cuando tenía el traje puesto” –dijo un detective.

“Y lo hicieron con furia” –comentó otro.

“Con odio”.

“¿Quién podría tener motivos para odiar a este hombre de modo que ni muerto lo deja descansar en paz?”

“Tiene que ser alguien cercano a él”.

“¿Por qué?”

“¿Quién más podía acercarse al cuerpo sin ser notado?”

“Un familiar”.

“Es posible”.

“Pero, ¿dónde lo hizo?”

“Está claro que en la funeraria no fue”.

“¿Y en la morgue?”

“Por lo general entregan el cadáver a los familiares y estos lo revisan o lo ven dentro del ataúd antes de llevarlo a velar… Si hubiera sido en la morgue lo hubieran notado… No, esto fue en algún lugar privado, al que solo la familia tenía acceso”.

“¿Y si fue un empleado morboso de la funeraria?”

“Podría ser, pero no hay motivos para eso… No los veo. Si fuera así, diez o quince cuchilladas serían suficientes para complacer a un enfermo, pero más de setenta lo que demuestran es cólera, odio, deseos de destruir, a pesar de saber que el hombre ya está muerto”.

“Muerte sobre muerte”.

“Podría ser”.

“Esto podría tener relación con el asesinato”.

“Es posible”.

“Quien mandó a matarlo seguramente lo odiaba y se estaba cobrando alguna cuenta… Pero matarlo no fue suficiente”.

“Entonces estamos ante un crimen motivado por un odio profundo”.

“Es posible”.

“Hay una anécdota que podría servirnos como antecedente. Cuando le cortan la cabeza a Maximiliano Robespierre en el cadalso, en la época del Terror en Francia, el verdugo la agarró del pelo y la levantó para enseñársela a la gente que estaba reunida en la plaza viendo las ejecuciones. Una señora que estaba cerca, y que había perdido un hijo, ejecutado en la guillotina por orden de Maximiliano, le gritó al verdugo, llorando: Mátelo, mátelo otra vez”.

El otro detective sonrió.

“Creo que tenemos un caso –dijo–. La anécdota nos servirá de mucho…”

EMPLEADO. Era un hombre joven flaco, pálido como los muertos que vestía, y un tanto nervioso. La Policía no era de su agrado, sin embargo estaba obligado a responder a sus preguntas.

“Mire, señor –dijo–, no es costumbre de la funeraria meterse en las cosas de los clientes… En realidad, no estamos pendientes de lo que ellos hacen…”

“No es eso lo que te preguntamos”.

El hombre miró a los policías con temor. Primero a uno, luego al otro. Uno de ellos le dijo:

“¿Quién se quedó solo con el cadáver después de que lo vistieron?”

“Nos dijiste que lo vistieron en la funeraria, ¿verdad?”

“Sí, aquí lo arreglamos”.

“¿Quién se quedó solo con el cadáver?”

“Lo acuchillaron cuando ya estaba dentro del ataúd, vestido y arreglado; luego sellaron el ataúd y lo llevaron a la sala. Al cadáver lo acuchillaron aquí, en la funeraria. ¿Fuiste vos?”

“¡No! Yo no.”

“Pero sí sabés quién fue.”

“Yo no sé quién fue…”

“¿Quién se quedó solo con el cuerpo? Es la última vez que te lo pregunto. Si no me contestás, le vamos a decir al fiscal que fuiste vos y te vamos a detener”.

El detective sacó las esposas y les dio una vuelta en el aire, ante los ojos desorbitados del muchacho.

“Es que si digo me van a correr, y tengo una niña de tres meses…”

“Si colaborás con nosotros no vamos a decir nada”.

“Fue la señora…”

“¿Quién? ¿La esposa?”

“Sí. Yo no ví si le hizo algo al cadáver pero me dio quinientos lempiras para que la dejara sola un rato. Ella selló el ataúd”.

Los detectives se miraron intrigados.

ELLA: La mujer se sentó frente a los policías con rostro sereno, algo enrojecido. Llevaba en sus manos una enorme cartera negra, se había liado los ojos y ya no lloraba. Ahora su mirada era desafiante y altanera.

“Señora –le dijo uno de los policías–, ya sabemos que fue usted la que acuchilló el cadáver de su esposo. No puede negarlo. Queremos saber por qué, por qué lo hizo… ¿Tenía algún motivo para odiarlo?”

La mujer levantó la cabeza, retadora.

“Ese es asunto mío”.

“Pues no, señora. Es asunto de la Policía… Le aconsejo que colabore con nosotros antes de que le informemos de esto al fiscal… Ese podría ordenar que la detengamos…”

“No me importa. Deténganme. ¿Qué me pueden hacer solo porque le di a ese maldito su merecido?”.

El detective no se inmutó.

“Quien hizo eso podría ser el asesino… ¿Se imagina usted que la Policía es tonta? Vamos a acusarla de haber mandado a matar a su marido”.

Si aquellas palabras afectaron o no a la mujer, es algo que no sabremos jamás; la verdad es que siguió tan serena y desafiante como al inicio, aunque retuvo la respiración por un momento, lo que no pasó desapercibido a los detectives.

NOTA.
En Psicología Criminal se les enseña a los investigadores a estar atentos a las emociones del sospechoso, por muy pequeña o insignificante que parezca, lo cual puede servir como indicio de que los nervios empiezan a traicionarlo, y comienza a inculparse por sí mismo. Esto se enseña dentro del tema de la “Conducta gestual o psicología de los gestos”, tema básico e importante para el investigador al momento de enfrentarse ante un sospechoso bien motivado y que se considera a sí mismo más inteligente que el policía. En este punto, sería bueno saber, esto es, que la población sepa, si ésta será la formación que les darán a los policías militares, si será ésta la forma en que los profesionalizarán para que se conduzcan sabiamente ante una escena de crimen. Debemos agregar que en la escena del crimen, por lo general, y para un buen investigador, se encuentran los elementos suficientes para crear un perfil psicológico del criminal, estableciendo motivos, modus operandi, edad, raza, sexo, religión, grado cultural y nivel académico. En otras palabras, para alguien que sabe leer e interpretar los elementos de la escena del crimen, es más fácil planear y resolver un caso. Esto se aprende en el tema “Simbología de la escena del crimen”. ¿Les enseñarán esto a los policías militares? Si lo logran en un mes de preparación será la más grande noticia de la historia del mundo después de la resurrección de Cristo.

RETO. La mujer se puso de pie. Los detectives no le dijeron nada.

“¿Qué más tienen que decirme?”

Su acento era retador.

“Solo que vamos a averiguar quien mandó a matar a su marido y por qué…, y la principal sospechosa es usted… Queremos su número de teléfono”.

La mujer exclamó varios números.

“¿Satisfechos?”

Ellos no contestaron. El fiscal dio orden de que devolvieran el cuerpo al ataúd y que lo sepultaran. Al salir de la funeraria, el detective hizo una llamada.

“Hola, fijate que te llamo para molestarte otra vez”.

El detective guardó silencio unos segundos, luego repitió los números que le dio la viuda y cortó la llamada, después de hacer una promesa. A las siete de la noche tenía una respuesta.

“Creo que tenemos algo –dijo, revisando la hoja impresa que tenía ante los ojos–; la señora llamó sesenta y tres veces al mismo número en las ultimas dos semanas. Las llamadas duraban varios minutos”.

“¿Hay registro de ese número antes de las dos semanas?”

“No”.

“¿Y el número del marido?”

“Ese sí. Hay registros viejos, muy viejos… Llamadas entrantes y salientes desde hace…”

“¿De quien es el número?”

“Está a nombre de una mujer…”

“¿Dónde se localizan las llamadas?”

El detective esperó un momento antes de contestar.

“Creo que van a sorprenderse un poco… En el valle de Támara…”

“Específicamente…”

“En la penitenciaría…”

“Bueno, vamos a la penitenciaría.”

“Eso será después”.

“¿Por qué?”

“¿A quién vas a buscar?”

“Al dueño del teléfono”.

“¿Sabés quien es?”

El detective no contestó.

“Vamos por la mujer”.

“Eso suena más lógico”.

NOMBRE.
Era una mujer de unos cuarenta y seis años, delgada, baja, trigueña y de rostro asustado. Cuando vio llegar a la Policía no pudo moverse y los recibió con un temblor en las piernas.

“¿Usted es Estela?”

“Sí, yo soy”.

“Queremos hablar con usted”.

La mujer sudaba.

“¿Quién tiene este número de teléfono en la penitenciaría de varones de Támara?”

“Yo no sé”.

“Usted compró este número hace dos años en la tienda de Tigo del Metromall. Díganos a quien se lo entregó. Y no se le ocurra mentirnos porque en este momento estamos investigando cuántas veces ha entrado usted a la penitenciaría y a quien ha ido a visitar…”

“Es mi hermano”.

El grito de la mujer sonó desesperado.

“¿Por qué está preso su hermano?”

“Es que él cometió un error”.

“¿Qué error?”

“Mató a dos hombres en una jugada de gallos”.

“¡Ah! ¿Y qué relación tenía con Jorge Fuentes?”.

“Eran amigos desde la escuela… Pero Carlos no tiene nada que ver en la muerte de Jorge”.

“¿Cuándo vio a Carlos por última vez?”

“Ayer… Carlos se está muriendo. Tiene cáncer de pulmón…”

“Y la esposa de Jorge, ¿qué tiene que ver con su hermano?”

“¡Ah!, eso no sé…”

“¡Claro que sabe! ¿Fue a visitarlo la esposa de Jorge a la cárcel?”

“Sí, señor…, varias veces”.

“¿Por qué?”

“Es que yo no sé, señor…”

CÁRCEL. A las cinco de la mañana, los detectives estaban frente a Carlos, un hombre decrépito que respiraba con dificultad y que estaba en los puros huesos.

“¿Supo que mataron a Jorge, su amigo?”

“Sí”.

“¿Sabe usted quién lo hizo?”

“Es posible”.

“Fue la esposa, ¿verdad?”

El hombre movió la cabeza hacia adelante, con cierta dificultad.

“¿Por qué? Usted lo sabe.”

“Mire, señor, yo me estoy muriendo y quiero irme en paz con Dios. Hace veinte años Jorge y Claudia se juntaron; ella llevaba una niña, Jorge tenía tres varones… Pero Jorge no soportaba a la niña, solo porque era de otro, y la maltrataba cuando Claudia no estaba… Un día me dijo que me la llevara, la sacamos en un costal, la metimos en la parte de atrás del carro, un Daihatsu ‘milito’ que tenía Jorge, y me la llevé… Pero no queríamos que se muriera. Solo la íbamos a llevar lejos… a Guatemala. Pero la niña se ahogó… Solo tenía tres añitos… La enterramos en La Montañita… Allí debe estar todavía…”

“¿La señora supo esto?”.

“Sí. Jorge me ayudaba con dinero… Me ayudó por veinte años, desde que caí por homicidio… Pero yo ya no quería llevar más esa carga… Una vez llamé a Jorge pero no me contestó… Necesitaba ver a un doctor… Ya casi no contestaba mis llamadas y un día le dejé un mensaje de voz, amenazándolo… Él se estaba bañando y la señora lo oyó porque creía que era una mujer, porque él me tenía registrado con nombre de mujer… Lo oyó y agarró el número… No dijo nada…”

“¿Qué le dijo usted en el mensaje de voz?”

“Que me contestara o si no le iba a decir a la esposa lo que habíamos hecho con la niña”.

“Y ella lo llamó a usted…”

“Sí”.

“Y le dio dinero…”

“Y yo confesé todo delante del pastor…”

“¿Sabe usted con quiénes mandó a matar a Jorge?”

“¡Ay, señores! Ustedes como que son nuevos… En el mayoreo de Belén hay gente que hace trabajos como ese…”

“¿Le dijo la señora que mandaría a matar a su marido?”

“No, no me lo dijo, pero yo sentí que lo empezó a odiar desde que le confesé la verdad… Ella pasó veinte años llorando a su hija… Tenía la esperanza de que estuviera viva en alguna parte… Y ella no podía tener más hijos, por un accidente, y le crió los hijos a Jorge…”

El hombre lloraba.

FINAL.
El día que siguió a aquella entrevista fue largo y pesado. Los detectives estaban cansados, era fin de semana y esperaron el lunes para hacer el informe y presentar el caso al fiscal. Dos semanas después, la Fiscalía pidió al juez la orden de captura. Esta salió una semana más tarde. Cuando llegó a la Sección de Capturas de la DNIC, era demasiado tarde. Claudia salió del país el domingo siguiente al entierro de su marido. Se cree que está en España, donde tiene dos hermanas. Otros dicen que está en Costa Rica. Dicen los detectives que si no hubieran perdido tanto tiempo… El cadáver de la niña todavía no ha sido exhumado…, aunque los detectives encontraron flores frescas en el lugar que señaló el hombre de la penitenciaría. ¡Ah! Lástima grande que en Honduras solo existe una Fátima Ulloa… Es la única que le hace la guerra a los abusadores de niños en el país.

+ El misterio del cadáver acuchillado (Parte I)