Antes de que esta ciencia se independizara del global conocimiento filosófico, también se consideró el deseo como uno de los motores más importantes del comportamiento humano: desde las doctrinas materialistas que propugnaban una satisfacción plena del deseo, hasta las espiritualistas, que lo trataban como una de las causas de la infelicidad, procurando trascenderlo para llegar, precisamente a la felicidad.
Entre estas últimas encontramos filosofías de gran altura como el estoicismo clásico, o religiones como el budismo.
Pero hablar de deseo implica connotaciones muy amplias. Nuestro cuerpo tiene deseos, apetitos necesarios para la vida; nuestra psique tiene también deseos, deseos de afecto, por ejemplo, y nuestra mente desea conocer, pensar; incluso hay deseos desconocidos para nosotros mismos, como aquellos que surgen del inconsciente.
Según lo explica la psicología, el ser humano, como todos los organismos, se mueve hacia alguna parte porque necesita elementos que no tiene y que le hacen falta para existir. La carencia de estos elementos provoca en los organismos alteraciones internas, desequilibrios y tensiones que se traducen en movimientos encaminados a conseguir del ambiente exterior lo que le falta en el interior.
Una vez conseguido, la inquietud queda aplacada, se recupera el equilibrio interior y cesa la búsqueda hasta otro nuevo desequilibrio. El placer es la gratificación a ese esfuerzo.
El deseo provendría, según esta explicación, de una carencia de una necesidad de equilibrio y completura y el placer sería el estado de satisfacción ante el restablecimiento del equilibrio o incompletura.
Todo este proceso se movería en un círculo cerrado, un ciclo que, en el momento en que se acaba, comienza de nuevo en un continuo rotar.
Se podría decir que el deseo tiene una causa que es al mismo tiempo un fin: conservar y generar la vida; perpetuarla. Pero este esquema que resulta tan claro en el plano biológico, es decir, para la vida vegetal y animal, no lo es tanto con relación al hombre. En esta, más que hablar de un círculo, tendríamos que hacerlo en una espiral cuyo eje fuera el tiempo. El apetito del deseo en el hombre no acaba con la satisfacción de la necesidad, sino que aumenta progresivamente, según parece. La imaginación humana espolea el instinto de poder y de vida hasta querer abarcarlo todo, poseerlo todo, estar en todo. La necesidad y el sentimiento de carencia es inmenso y continuo y, como resultado, el apetito se vuelve insaciable.
Los conceptos biológicos de necesidades y lucha por la vida, tan caros a la psicología conductista contemporánea, han de aplicarse con suma cautela en el campo de las motivaciones humanas. El hombre comparte, sí, muchas necesidades con los animales pero puede renunciar a muchas de ellas. Entre las necesidades animales y los deseos humanos hay una notable diferencia: nuestras necesidades no son del todo 'necesarias'. Además existen en el hombre deseos que superan con mucho lo biológico; por la realización de un valor estético, intelectual y religioso, el ser humano es capaz a veces de sacrificarlo todo, incluso su propia vida.
En síntesis, hay dos características que podríamos destacar dentro del deseo humano: el crecimiento continuo de sus necesidades y la existencia de deseos que trascienden lo biológico.
LA BÚSQUEDA DEL PLACER Otro aspecto que podemos contemplar sobre el deseo se refiere al punto de vista del placer que implica satisfacerlo. Cuando en lugar de fijar la atención en la necesidad ponemos la mira fundamental en el placer, nuestros actos quedan disociados de la necesidad que los causara. Así se crean necesidades que son verdaderamente artificiales como comer cuando estamos saciados. Esto llega a crear una adicción enfermiza para la psique y el cuerpo, convirtiendo la función normal del deseo en vicio. En lugar de conservar la vida, el deseo viciado la destruye por exceso.
Para bien o para mal, muchos de nuestros deseos son bloqueados o interceptados por una serie de barreras de diversa índole que en definitiva nos impiden satisfacerlos. A esto lo llamamos frustración y crea un estado emocional opuesto al placer que identificamos como dolor, confusión, inquietud.
La resultante de la frustración no es la desaparición del deseo, sino su transformación. Generalmente toma la forma de agresividad. Esta agresividad no siempre está orientada hacia el obstáculo que impide la satisfacción, sino que suele derivarse por otras vías y dirigirse a otros objetivos a veces sin relación con el obstáculo. Obviamente no se ha podido vencer dicho obstáculo que a veces es muy poderoso o desconocido incluso, por lo que la agresividad se desvía. Dicha agresividad, como forma de deseo encubierto, suele producir situaciones muy conflictivas en las relaciones humanas, que aumentan los motivos de frustración.
Podríamos decir que si el placer acompaña al deseo satisfecho, el dolor acompaña al deseo insatisfecho.
En el caso de la depresión, el miedo al deseo mismo y al dolor de haber perdido la esperanza de satisfacerlo inhibe la acción y la energía del impulso queda detenida. Puede llegar a desaparecer el deseo, pero no la necesidad. Tomando un ejemplo del cuerpo físico, sin comer se puede hacer desaparecer el apetito pero no la necesidad que el cuerpo tiene de alimentos. De ahí que la depresión sea esencialmente lo mismo que el deseo viciado pero a la inversa: destruye la vida por defecto. No satisface las necesidades por huida del dolor.
Para el hombre consciente y maduro, la necesidad natural es el motor de la acción, no el placer o el dolor que incita o inhibe. El conocimiento y la voluntad tenderán a cumplir su objetivo.
LAS DOS DIRECCIONES DEL DESEO Al referirnos antes a las dos características básicas del deseo humano, hemos señalado dos formas de expansión:
El crecimiento continúo de sus necesidades y la existencia de deseos que trascienden lo biológico.
Creemos necesitar una televisión o un automóvil e inmediatamente se desata el deseo de poseerlo. Así podríamos crear indefinidamente necesidades con solo creer que las tenemos. Nuestra sociedad de consumo comienza creando las necesidades para incitar al deseo. Nos convence de que en lugar de un objeto necesitamos muchos y luego de que el antiguo no sirve y necesitamos cambiarlo por otro nuevo, hasta que el mismo cambio se convierte en una necesidad.
Se desean más cosas cada vez; es la cantidad lo que se valora. El hombre se valora a sí mismo por la cantidad de elementos que posee. Su instinto de poder se desarrolla de forma material.
El deseo material, en el que prevalece la cantidad (cantidad de objetos, cantidad de veces) no es selectivo, no implica sentido de búsqueda. Por tanto, no sirve como impulso de mejora de la condición humana.
La necesidad de ser mejor es lo que causa el deseo de lo bello, lo bueno, lo justo, lo verdadero. Aun en la inconsciencia de lo puramente biológico, la vida tiende a engendrar a esta búsqueda. El deseo básico incita hacia lo que consideramos más bello, más fuerte, más bueno. La vida no satisface sus necesidades de forma indiscriminada, sino selectiva.
En el hombre ese mismo sentido de perfección se hace consciente y también la visión de su carencia de la misma. Busca lo bueno y lo bello porque no solo desea cosas, sino que las desea buenas y bellas y cuanto más mejor.
Pero además el hombre puede verse a sí mismo, pensar sobre sí mismo, mirarse en el espejo y reconocerse. Surge el deseo de poseerse a sí mismo y perfeccionarse. Se puede desear ser más eficaz, más bello, más sabio, más bueno.
Es allí donde realmente se manifiesta la vida y donde el hombre se realiza como tal. Aquí pasamos del tener al ser; de la simple función biológica y de la inconsciencia animal al perfeccionamiento del mundo que nos rodea y de nosotros mismos. Del simple deseo de más vida al de mejor vida; de la acumulación de datos al conocimiento; de la acumulación de conocimientos a la sabiduría; de lo efímero a lo que permanece.