Selección de Grandes Crímenes: Un secreto siniestro (Parte 2/2)

Dicen que la culpa llega a pesar sobre nuestra conciencia como una montaña; y mil montañas más. Ahora también puedes disfrutar de este relato en audio al dar clic en la nota

  • 09 de marzo de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: Un secreto siniestro (Parte 2/2)

RESUMEN. “Gracias por venir -le dijo el anciano, don Matías, al doctor Emec Cherenfant-; se lo agradezco sinceramente”.
“No podía negarme, don Matías -respondió el doctor-. Le agradezco su invitación”.

“Estará de acuerdo conmigo en que es una invitación extraña”.

“Creo que así me ha parecido”.

“Tal vez no había escuchado mi nombre antes de ayer”.

“En verdad, no... Pero me da mucho gusto conocerlo y estar aquí, en esta casa tan hermosa”.

“La diseñó mi abuelo, en 1860... Pero, he querido hablar con usted porque quiero compartirle un secreto que debe ser conocido... Y ya que sé, con absoluta certeza, que el gran doctor Emec Cherenfant es ‘Carmilla Wyler’, entendí que no hay nadie mejor para que le haga saber al mundo este misterio... tan horrible”.

Guardó silencio don Matías, y, después, añadió: “Porque no me va a negar que es usted ‘Carmilla Wyler’, doctor Cherenfant, ¿verdad? -le dijo al doctor, con cierta malicia-. Siempre quise conocer a esa mujer intrigante, y hasta llamé y escribí a diario EL HERALDO para saber quién era... Pero, ahora sé la verdad”.

“Lamento decepcionarlo, don Matías -empezó a decir el doctor-, pero, la verdad es que...”

“No se preocupe, doctor... -lo interrumpió el anciano-, no se preocupe... Conmigo está seguro su secreto... Aunque me permitirá usted presumir con mis amistades, que leen sus casos en EL HERALDO, que he tenido el honor de conocer a Carmilla...”

“Don Matías...”

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Hizo un gesto el anciano, y el doctor calló de nuevo. Don Matías añadió:

“El que voy a contarle -dijo- es un secreto que he guardado desde hace setenta y cinco años... Un secreto siniestro, doloroso, que me ha perseguido como un fantasma todo este tiempo... Y ahora, cuando ya estoy cerca de darle cuentas a Dios, quiero que esta historia horrible sea conocida, y que el misterio sobre la desaparición de mi madre se aclare de una vez por todas”.

Hizo otra pausa el anciano, brillaron dos lágrimas en sus ojos, las que se derramaron por sus mejillas hundidas, y luego de tomar una buena porción de aire, añadió, viendo al doctor Cherenfant:

“Creo que, en cierta forma, no soy inocente de eso, doctor... Y la culpa que me ha perseguido desde los diez años, se ha despertado con fuerza para señalarme con su dedo acusador, cuando empecé a leer los casos criminales que publica EL HERALDO desde hace años... Leía, leía, y los coleccionaba... Puedo mostrarle la montaña de ejemplares de EL HERALDO que guardo en mi biblioteca... Son un tesoro para mí”.

PREGUNTAS

¿A qué misterio se refería don Matías? ¿Qué era lo que lo había atormentado por tantos años? ¿Por qué se refería a la desaparición de su madre? ¿Qué había que aclarar sobre esto? ¿Qué tenía que ver el doctor Emec Cherenfant en esto? ¿Por qué lo había llamado? ¿Estaba en lo cierto el anciano que el doctor Emec Cherenfant es “Carmilla Wyler”?

“Me lo repitió muchas veces -me dijo el doctor, en su clínica del tercer piso del Hospital San Jorge, del barrio La Bolsa-, que no insistí en querer aclararle... Es un hombre agradable, culto y de buenos gustos, pero que lleva una pena grande en el pecho”.

¡La maldad de unos no tiene sentido! La Maldad, así, en mayúscula, nace en los corazones negros que solo quieren manchar reputaciones, hacer daño a otros. Pero, así son los hombres que eligen el camino del Mal, así debió ser el papá de don Matías, que eligió la maldad, dañando muchas vidas, sin que, en apariencia, le importara algo... Y así lo entendió don Matías, muchos años después de haber visto lo que vio, aquella noche de hace setenta y cinco años, después de oír gritos horribles en la habitación de sus padres. La maldad lleva al hombre a hacer lo peor que hay en su corazón. Mata, roba, denigra, trata de destruir el buen nombre de algunas personas, comete crímenes horrorosos...

“Y el que quiero que cuente usted, doctor -dijo don Matías-, es uno de esos crímenes horrorosos, que nunca se resolvieron, y que debe saberse para que yo pueda morir en paz”.

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NOCHE

“Después que se hizo el silencio en la habitación de mis padres -dijo don Matías, después de una larga pausa-, yo sabía que algo malo había pasado... Y me quedé escondido, detrás de una columna de mármol, allá arriba... Esperé poco tiempo, y oí que se abría la puerta. Luego, vi a mi padre cargando algo que llevaba envuelto en un edredón blanco, grueso, y que estaba manchado de sangre... Sé que estaba seguro de que nadie lo vería, y bajó las gradas hasta esta sala, luego, siguió hacia la cocina y bajó al sótano, un enorme espacio que había diseñado mi abuelo para guardar mercaderías... Yo lo seguí en silencio. Estaba descalzo y no hacía ruido. Bajé al sótano, que estaba iluminado con un gran foco que colgaba de una viga, en el centro, y mi padre levantó una losa de cemento en una esquina. Allí había otro de los escondites diseñados por mi abuelo y supe que estaba vacío porque mi padre trajo hasta allí un barril de plástico... Estaban saliendo este tipo de barriles, y lo metió en aquel foso sin hacer ruido; luego, volvió sobre sus pasos, y recogió el bulto que había sacado en hombros de su habitación. Creo que algo se revolvía en su interior, porque lo destapó para verlo por última vez, y yo pude ver que era mi madre... ¡Estaba muerta! Y me tapé la boca para no gritar... Después, mi padre la envolvió y la metió en el barril... Era casi la una de la mañana, creo... Y vi que mi papá iba y venía desde un lado del sótano, hasta el barril. Se había cubierto la nariz y la boca con un pañuelo grueso, y echaba un líquido adentro... Yo sentí un olor penetrante, que casi me hace vomitar... Creo que, a eso de las tres de la mañana, el barril estaba casi lleno. Entonces, lo tapó bien, lo selló, mejor dicho, luego, puso la losa de cemento sobre el foso, le puso varias cajas encima, y se aseguró de que todo estuviera como antes, aunque nunca nadie bajaba a aquel sótano, el que él mismo selló después de eso... Yo, que sabía que todo había terminado, salí despacio, volví a mi habitación, y traté de esconderme bajo las cobijas, y no quise llorar porque mi padre lo hubiera notado al día siguiente, ya que desayunaba con nosotros... Y allí fue cuando nos dijo que mi madre se había ido de viaje... Años después, nos dijo que sabía que mi mamá estaba en Estados Unidos con un amante... Y nunca más volvió a hablar de eso... Pero lo vi triste por muchos años, solitario, desesperado a veces; y bajaba al sótano, se quedaba allí mucho tiempo, y salía llorando. Yo lo vi varias veces así, pero no le dije nada nunca, aunque sabía bien dónde estaba mi madre... y sabía, también, por qué había peleado con ella esa noche. Es que mi mamá se había enamorado de otro hombre... Después lo confirmé... Me lo dijo mi propia niñera... Y me dijo que sí, que ella se había ido con él... Yo, doctor, no le dije lo que sabía, y no hablo de esto hasta hoy, cuando EL HERALDO despertó la culpa en mi conciencia y supe que yo fui cómplice de mi padre por callar lo que vi... Y es que, creo que de alguna manera repudié a mi mamá por lo que hizo... Por haberse encontrado otro hombre, sin pensar en sus hijos, en su esposo... en el juramento que le hizo a Dios... Pero hoy quiero que diario EL HERALDO dé a conocer esta historia... Aquí están los recortes de periódico donde se publicó la desaparición de mi mamá, pero, por el poder que tenía mi padre, se silenciaron al día siguiente... Y nadie más supo de ella, hasta hoy que se lo cuento a Carmilla Wyler para que lo publique en EL HERALDO, y así, pueda yo liberar mi conciencia y morir en paz con Dios”.

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ANILLO

Calló don Matías, después de hablar por largo tiempo, y el doctor Cherenfant le preguntó:

“Y... ¿el cuerpo de su mamá?”.

“Se deshizo hasta el último pedazo de hueso... -respondió el anciano-. Un año después de la muerte de mi padre, en 1981, bajé solo al sótano, después de desearlo por mucho tiempo, y solo, abrí el foso, destapé el barril, y busqué... Había ácido todavía, y nada quedaba del cuerpo de mi madre, más que un diente, una muela, la que saqué con cuidado, pero que se deshizo, creo que con el contacto con el aire”.

Dijo esto y metió su mano izquierda en un bolsillo de su chaqueta. Allí me di cuenta que era zurdo y volví a ver el cuadro de su mamá. Tenía la mano izquierda encima de la derecha, y supe que también fue zurda. Sacó un anillo, y reconocí el que llevaba su mamá en el dedo anular izquierdo. Era un anillo de platino y oro, con un diamante en el centro, y varios diamantes pequeños a los lados. Estaba un poco desgastado por la acción del ácido.

“Esto estaba en el fondo del barril -me dijo, entregándomelo con mano temblorosa-. Se lo entregaré a la DPI cuando vengan a visitarme, después de que EL HERALDO dé a conocer este crimen... que es, también, mi delito”.

Era hora del almuerzo. El confit de pato estaba delicioso, la sopa de cebolla... ¡En fin! Y comí con hambre, pero, recordando a mi buen amigo François Pinot de la Bruyère, de Jerusalén, dejé un espacio en mi estómago, por si se ofrecía alguna cosa más. Luego de otra taza de té, dejé la casa.

“Doctor -me dijo don Matías, estrechando mi mano-, cuando el caso salga publicado en su prestigiado periódico, llamaré a la DPI... Allí está el barril, hay ácido, y está este anillo... Del polvo en que se convirtió la muela de mi madre, conservo un poco... Tal vez sirva de algo... Deseo ser castigado... Deseo ser castigado”.

“Pero, usted no cometió ningún crimen”.

“La complicidad es un delito... Y era mi madre... Y ella hizo lo que hizo, y solo ella supo los motivos... Sé, también, que su amante desapareció para siempre...”

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