Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El secreto del señor juez

En realidad, no hay nada oculto que no haya de ser manifestado
10.12.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- AGONÍA. Moría el señor juez, y en su agonía, mandó a llamar a uno de sus mejores amigos: Gonzalo Sánchez. Este no tardó en llegar ante el lecho del moribundo.

Había sido su maestro, hacía ya mucho tiempo, y se hicieron buenos amigos mientras ejercía cada uno su profesión. En realidad, el juez había dejado aquel trabajo, en el que había envejecido, y se había retirado a su casa, a vivir sus últimos años en compañía de su esposa, y de la única hija que se había quedado a vivir con ellos.

Era esta una mujer ya madura, si es que una mujer es madura a los cuarenta y dos años. Aparentaba más, por supuesto, a causa de las penas que llevaba en el pecho, y que la atormentaban días y noches, mostrando en su rostro una tristeza que no se acababa nunca.

“Se llamaba Laura -me dijo Gonzalo-, y desde hacía veinte años, sufría una pena horrible, su hija, de apenas dos años de edad, desapareció de la noche a la mañana, y no la había vuelto a ver, tampoco se encontraron indicios de que hubiera muerto, y nosotros, en la DGIC, no encontramos nada que nos dijera que alguna banda de robaniños se la hubiera llevado.

Laura tuvo su niña a los diecinueve años; vivió con el papá de la niña un par de meses, y siendo que era este un muchacho apenas, no quiso seguir con la responsabilidad que implica criar una hija, y se fue, dejando a Laura en la casa de sus padres, a donde llegaron el juez y su esposa a traerla, no volvió a ver al muchacho, del que se había enamorado perdidamente, y se dedicó a criar a su hija con la ayuda de sus padres y sus hermanos. Además, estudiaba en la Universidad, y quiso seguir con su vida.

Y tan quiso seguir con su vida, que allí se encontró de nuevo con el amor, y se dio una segunda oportunidad. Nadie, en su casa, estuvo de acuerdo con ella, pero se mostraba enamorada de nuevo, y el juez decidió apoyarla. El novio era un compañero de clases, unos tres años mayor que ella, que aceptó a la niña de Laura como si fuera su propia hija. Y el juez y su esposa, deseando que la niña creciera con ellos, le ofrecieron a Laura un apartamento que tenían en el segundo piso de la casa, para que viviera allí con su segundo esposo.

Y ellos aceptaron, hasta que un día, la tragedia cayó encima de todos. La niña, de dos años, desapareció, nadie sabía cómo. La muchacha que la cuidaba no supo decirle nada a la Policía, y en la vecindad, nadie vio nada. La niña se había esfumado de su propia casa. Laura y su madre estaban desesperadas, incluso el padre de la niña se angustió al saber que su hija había desaparecido, y colaboró con la policía que lo tuvo como uno de los primeros sospechosos de haberse llevado a la niña.

Pero nada de esto sirvió; la niña no apareció. Pasaron los años, y cuando la niña debió cumplir cinco, otra tragedia se unió a los tormentos de Laura. Su esposo se fue de la casa. No podía seguir al lado de una mujer que lloraba todo el tiempo, que no dormía, que se hacía vieja de tanto sufrir, y que no le daba paz y se fue. Laura entró en depresión, y el juez, su padre, y su mamá, empezaron a sufrir con ella este nuevo dolor.

¿Por qué le pasaba todo aquello a Laura? ¿Qué había hecho mal para merecer semejante tortura? Nadie lo sabía.

Noticia

Una tarde, mientras Laura y su madre le rezaban a todos los santos del cielo, y a todas las santas, sonó el teléfono. Una criada contestó. Alguien quería hablar con Laura.

“Diga” -dijo esta, a través del auricular.

“Laura, soy la mamá de Romeo, ¿quiero saber qué es lo que le han hecho?”

Laura se sorprendió.

“No sé de qué me está hablando -dijo-. Yo no sé nada de Romeo desde hace tres años... ni siquiera volví a hablar con él desde que se fue”.

“Pues, yo creo que ustedes son los culpables de que mi hijo haya desaparecido”

“Pero, yo no sé de que me habla, no sé nada”.

Y colgó el teléfono.

Y es que Romeo, el segundo esposo de Laura, acababa de desaparecer. En la Policía les prometieron a los padres ayudarles en su búsqueda, pero, la verdad era que no había por dónde empezar. Romeo había sido visto por última vez afuera de una discoteca del bulevar Juan Pablo II, bebiendo cervezas y platicando con algunos amigos, a eso de las doce de la noche. Pero, de eso, a su desaparición, nadie sabía nada. Allí estaba su carro, un Jeep, estacionado frente a la discoteca. Nadie sabía a dónde había ido.

“Estaba con nosotros -dijo uno de sus amigos-, luego, nosotros entramos de nuevo a la disco, y él entraría después de terminar de fumarse el cigarro, pero, no lo vimos más. Allí quedó su Jeep, y nosotros creímos que se había ido con alguna mujer; como así es él de mujeriego, pero, hoy nos dicen que tiene dos días de desaparecido y nosotros no sabemos nada”.

Romeo no apareció. Pasaron los años, y murió su madre de tristeza. Le siguió su padre. Y sus hermanos se olvidaron de buscarlos, de esperarlo. Habían pasado casi dieciocho años de su desaparición, y era seguro de qué jamás volverían a verlo. ¿Qué había pasado con él? ¿Cómo desapareció, casi ante los ojos de sus amigos? ¿Por qué la Policía no encontró ningún rastro de él?

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Caso

Gonzalo Sánchez se arrellanó en su silla, y dijo:

“Yo recordaba aquel caso porque fue uno de los más extraños casos de desaparición de una persona que hayamos tenido en la DGIC. Fue como si se esfumara en el aire. Allí quedó su carro, nadie lo volvió a ver, y los padres decían que era el juez el que se había vengado de él por haber abandonado a su hija.

Pero, de eso no había ningún indicio. Así que aquel caso se archivó, y nadie, nunca, volvió a saber algo de Romeo. Y lo raro era que, en aquella casa, en aquella familia, se había repetido la desaparición de una persona.

La hija de Laura se perdió, y nunca nadie supo nada de ella. Pero, bien dice la Biblia que no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; y de aquellos casos tan viejos, algo se iba a saber con el paso del tiempo, aunque, en realidad, ya a nadie le interesaban; a no ser a Laura la desaparición de su niña, que tendría en ese tiempo unos veinte años, el tiempo en el que el juez me llamó a su lecho de muerte, quiero decir”.

Gonzalo guardó silencio, esperó unos segundos, antes de hablar, y dijo:

“El juez me llamó; estaba muy enfermo desde hacía algunos años. Creo que estaba enfermo de tristeza, más que de otra cosa, aunque ya lo habían operado dos veces por cáncer de próstata. Y cuando llegué a su casa, allí estaba su esposa con él, sus hijos, y Laura, su hija más sufrida. Y estaban sus nietos. Los médicos habían dicho que el juez estaba en sus últimos momentos. Sin embargo, su voz sonó clara cuando les pidió a todos que lo dejaran solo conmigo”.

Y, cuando todos salieron, agarró una de mis manos, y me dijo:

“Gracias, mi querido amigo, por venir tan pronto”.

“Aquí estoy, juez. ¿En qué le puedo servir?”

“Tengo algo que contarle, algo que he guardado por muchos años, y que no quiero llevarme conmigo cuando Dios me pida cuentas en el cielo”.

“Lo escucho, amigo mío”.

El juez suspiró, se sostenía con oxígeno directo, y comía a través de una sonda. Le pidió a Gonzalo que le ayudara con una almohada, y después de un tiempo, dijo:

“Hace dieciocho años yo mandé a matar a un hombre”.

Gonzalo se estremeció.

“No me mire como a un bicho raro, mi querido amigo, dijo el juez. Ese hombre se merecía eso, y mucho más. Y lo que hice fue castigarlo por lo que le hizo a mi nieta”.

Gonzalo no dijo nada.

“Hace dieciocho años me di cuenta que la trabajadora que cuidaba a la niña se había enamorado de Romeo, el segundo marido de mi hija Laura, y que tenían un romance.

A Romeo le estorbaba la niña, y mucho más a la sirvienta, que estaba encargada de cuidarla. Romeo sabía que la casa, los apartamentos y la finca que teníamos en Tatumbla serían para Laura, y él ambicionaba todo aquello; pero, la niña, la hija de otro hombre, no era muy querida por él, y él y la sirvienta la trataban mal. Hasta que un día decidieron deshacerse de ella, y planificaron su desaparición. El mismo Romeo se la llevó, y cuando regresó a la casa, le dijo a la sirvienta que ya no se preocuparían por ella.

Y fue allí cuando la trabajadora le dijo que ella estaba embarazada, y que estaba esperando un hijo de él. Romeo, por supuesto, se asustó, pero, siendo que ella era su cómplice, no hizo más que alegrarse. Y cuando nosotros le dijimos a la sirvienta que ya no eran necesarios sus servicios, Romeo la ayudó por dos o tres años más, con el niño que tuvo. Pero, después, la abandonó a su suerte.

Diez años después, esta mujer me buscó en mi oficina; estaba furiosa con Romeo, y me confesó que él se había llevado a la niña de Laura. Y me dijo que es que ella se había enamorado de él, y que ahora Romeo no le ayudaba a criar al niño, que la había abandonado, y que hasta negaba que el niño fuera su hijo.

Yo le pregunté dónde estaba la niña, mi nieta, y ella no me dijo nada porque nunca supo qué es lo que Romeo hizo con ella. Lo más seguro es que la mató y la enterró en alguna parte, me dijo, porque nunca más se volvió a saber de ella. Y es que la niña le estorbaba”.

El juez hizo una pausa, para reponerse.

“Esperé, mi querido amigo, ocho largos años... Hasta que alguien me ayudó a organizar el rapto de aquel miserable. Cuando le preguntamos por la niña, dijo que se había muerto en el camino, de asma, y que las personas que la llevaban, la enterraron, y no sabía dónde. Y que no sabía nada de aquella gente. Que solo les pagó para que se la llevaran lejos.

Yo no le creí, porque algún nombre debía de saber, ya que había hecho un trato así con ellos, pero por más que lo torturaron, no dijo nada. El problema era que aquel miserable estaba enfermo, y el corazón le falló, y se murió en la silla donde lo tenían amarrado...

Yo vi cuando lo metieron a un barril con ácido hasta la mitad, y recuerdo como se fue deshaciendo, hasta el último hueso... Después, los muchachos se llevaron el barril, con los restos, y no sé donde lo dejaron, o sea, donde se deshicieron de los restos del ácido”.

Calló el juez, y Gonzalo le dijo:

“¿Por qué me cuenta todo esto, mi buen amigo?”.

“Por eso, porque usted es mi buen amigo, y sé que debía decirle esto a alguien, antes de comparecer ante el tribunal de Dios; y nadie mejor que usted”.

“¿Por qué no le cuenta esto a su hija y a su esposa?”

“Porque sufrirían más de lo que ya sufren, no es necesario más dolor... Pero, castigué al que nos hizo tan grande mal... Y por eso, ya le pedí perdón a Dios”.

Un ataque de tos acometió al juez, y entraron sus hijos y su esposa, seguidos de los médicos y las enfermeras. Murió aquella tarde.

“Dice su esposa que le dijo que moría feliz; que se iba al cielo sin el peso que había cargado sobre sus hombros por muchos años, por supuesto, ese peso no es el que ella imaginó siempre... Ahora, en este día en que le cuento este caso, ella ya está con él, en el cielo...

Y con su nieta. La última vez que vi a Laura, en un supermercado, entendí que pronto se reunirá con ellos. Y yo me pregunto: ¿por qué deben ser así las cosas? ¿Por qué la maldad de un hombre daña a tantos inocentes? No sé, solo Dios lo sabe”.

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Un cuento par María y José

¿Quieres un cuento, niña bella, preciosísima doncella, dulce María José?

Pues, voy a contarte un cuento, repleto de sentimiento que hace mucho que me sé.

Sucede que allá, en el cielo, nadie encontraba consuelo, ¿quieres saber por qué?

¡Porque se había escapado de los jardines sagrados la virgen María José!Se escuchaban cien lamentos, miles de juramentos, en una tristeza sin fin.

Y el propio Señor del cielo también estaba de duelo, y escuchaba a un serafín que, llorando, le decía:“¡Se nos ha ido María, la más linda y más hermosa!

Y esto, Señor, es cosa de Satán o de Caín.

Se han robado a la princesa, la de los labios de fresa, la de boca de rubí”.

Y el Señor, con ojos tristes, dice: “¿es qué viste quién se robó a la doncella?¡Hace falta allí una estrella, y está muy triste el sol!” Y el serafín le contesta:

“Veo la tierra de fiesta, ¡oh!, poderoso Señor; veo que ríen las flores, y que se viste de amores el inmenso cielo azul”.

Y el Señor dice, enojado: “¡el que se la ha robado es el diablo de Raúl!”. Y colérico y airado, más furioso que enojado, sigue el Señor diciendo:

“¡Sí qué he sido descuidado! A pesar de ser notorio que este don Juan Tenorio me la estaba seduciendo”.Calla el Dios poderoso y, con acento furioso, llama al Arcángel Miguel, quien, con la espada en la mano, viene presuroso y fiel.

Y Dios dice: “Ese villano debe pagar lo que ha hecho. Has de arrancarle del pecho ese corazón mundano...Para que acabe este duelo, debes regresar al cielo a la más linda doncella: María José, la bella.

Por todo lo que padezco”. Y el fiel arcángel contesta esta rotunda respuesta: “Yo te escucho y te obedezco, ¡oh! Dios, Todopoderoso, y castigaré al impío con la furia de mil osos”.

De pronto, en un mar de luz, aparece el generoso, el bendito y buen Jesús.

Y así dice: “Padre mío, ¿es qué olvidas, mi Señor, que no hay fuerza como el amor?

¿Que por amor es que, un día, llevé a cuestas una cruz? Déjale, pues, a María, al buen hermano Raúl...Guarda tu espada Miguel, ángel bueno, ángel fiel, ¿es qué no ves que hace rato, como dicen los humanos, Raúl Rolando, mi hermano, halló la horma de su zapato?”.

¡Viste Dios ropas brillantes y luego hace desfilar una gran legión de ángeles desde el cielo hasta el mar!

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