Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Ir y volver del infierno

A veces, el amor es el instrumento más cruel de la venganza
26.11.2023

VISITA.“Es café de palo, mijo, y yo siempre lo hago fuerte”.

“Me gusta... pero sin azúcar”.

Mientras se daba esta conversación en la cocina de aquella casa de adobe y bahareque, con techo de teja de dos

aguas, un gallo cantó, se escuchó el viento soplar con fuerza entre las copas de los árboles, y varias gallinas empezaron a cacaraquear, señal de que acababan de poner huevos.

En el corredor descansaba don Tulio, viejo ya, lleno de canas, la piel arrugada y tostada por el sol de muchos años, casi fijo en su silla de madera, bebiendo a sorbos el café que le había llevado su esposa.

Ella era casi tan vieja como él, pero en su rostro se notaban más penas, no porque fuera el rostro de una mujer, sino porque era el rostro de una madre que seguía sufriendo desde aquella mañana que le avisaron que su hijo Herminio estaba muerto en una cantina del pueblo.

“Sentí como si me daban un martillazo en el corazón -dijo-; era como en vida... Y si así es el infierno, yo ya lo viví en la tierra... Mi hijo Herminio era como la luz de mis ojos... No es que no tenga más hijos, pero Nino era el menor, y, aunque era un poco enamorado, y de vez en cuando le daba por tomarse sus cervezas y jugar billar, no era un hombre malo... Y era buen

hijo”.

El agente de homicidios de la Policía de Investigación Criminal puso la taza vacía en el mesón, se limpió la boca con un pañuelo, y dijo, dirigiéndose a doña Herminia:

“Nosotros ya íbamos adelante en la investigación de la muerte de su hijo, pero, ahora las cosas se nos pusieron

difíciles”.

“Mijo -le respondió la señora-, lo que cómo sus hermanos, su padre y yo, recogíamos los pedazos de carne con

las manos... Y usted viene a decirme que estaban investigando a dos asesinos que todo el mundo vio”.

“Son los procedimientos normales en la Policía, señora... No podíamos hacer nada más, y es que los supuestos

testigos no quisieron hablar con nosotros... Entonces, aunque muchos hayan visto el crimen, sin testimonios

que podamos verificar no podíamos detener a nadie... Ahora están desaparecidos, y la familia fue a la Policía para

decir que sus hijos se perdieron de la noche a la mañana, y que piensan que es que alguien les quitó la vida”.

“¡Vaya, mijo!, eso sí que me parece bueno... Y, ¿de quién sospechan ustedes?”.

El agente se rascó la parte de atrás.

“Aquí te queríamos agarrar, Nino... Te dijimos que dejaras en paz a Clara, y ahora le desgraciaste la vida... Y mejor emparentamos con un perro, que con un puerco como vos”.

“Uno no hace, bien puede hacerlo otro... Y ustedes en la Policía son muy lentos para resolver ciertas cosas... No digo que sean malo; no. Lo que digo es que una mujer como yo, y un hombre como mi esposo, no podemos esperar a que San Juan baje el dedo... ¿Me entiende?”.

“La entiendo bien, doña Herminia... Y tan bien la entiendo, que cualquiera que no fuera yo, creería que eso que me acaba de decir es una confesión”.

La señora sonrió mostrando las encías rosadas, en las que ya no había ni un diente.

“Y si ya sabe las cosas, ¿para que se molesta en dar tantas vueltas?”.

“Es que hay algunas cosas que no sé, doña Herminia”.

“Ay, mijo... Ustedes los policías se enredan porque quieren... Y fue por eso que mejor dejamos en manos de Dios el castigo para los que le hicieron eso a mí muchachito”.

“¿En manos de Dios, doña Herminia?”.

“Mijo, si usted es creyente, debería saber bien que los caminos de Dios son extraños para el que no los puede o no

los quiere entender”.

“Hace una semana que fueron a denunciar a la Policía la desaparición de dos hombres, y, precisamente, esos dos hombres son los dos que estábamos investigando por la muerte de su hijo”.

“¿Investigando? Ay, papa; usted como que no sabe usar las palabras... Investigando... ¡Nada estaban haciendo! ¿Cuántos testigos vieron que fueron esos dos los que mataron a Nino? ¿Es que no les dijeron nada en la cantina cuando esos dos malvados se le fueron encima a mi hijo, con machete y cuchillo, y lo hicieron picadillo allí mismo, delante de un montón de gente? ¿Es que me va a decir que usted no sabía nada de eso? ‘Sabe cuánto nos costó recoger el cuerpo de mi hijo del suelo de esa cantina? ¡Con cucharas terminamos de recogerlo para poder meterlo en el ataúd! Y esa misma gente que vio cómo lo mataron, vio también cómo sus hermanos, su padre y yo, recogíamos los pedazos de carne con las manos... Y usted viene a decirme que estaban investigando a dos asesinos que todo el mundo vio”.

“Son los procedimientos normales en la Policía, señora... No podíamos hacer nada más, y es que los supuestos testigos no quisieron hablar con nosotros... Entonces, aunque muchos hayan visto el crimen, sin testimonios que podamos verificar no podíamos detener a nadie... Ahora están desaparecidos, y la familia fue a la Policía para decir que sus hijos se perdieron de la noche a la mañana, y que piensan que es que alguien les quitó la vida”.

“¡Vaya, mijo!, eso sí que me parece bueno... Y, ¿de quién sospechan ustedes?”.

El agente se rascó la parte de atrás de la cabeza, esperó unos segundos en silencio, y luego, dijo, viendo a la señora a los ojos, aquellos ojos ya grises a causa del tiempo, y en los que brillaba una extraña malicia:

“Sospechar, como sospechar, tenemos nuestras sospechas”.

“No se enrede, mijo -lo interrumpió doña Herminia-; si ustedes han venido hasta aquí, es porque sospechan de nosotros... ¿No es verdad? Pues, si es así, hable con confianza, que yo creo que nadie en el mundo entero tenía más razones para castigar a esos dos degenerados”.

“Eso podría considerarse como una confesión, señora”.

“¿Confesión? Ay, mijo, a usted sí que le gusta complicar las cosas... Por eso es que yo estuve segura que jamás iban a resolver la muerte de Nino”.

“¿Qué quiere decir?”.

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NINO

Tenía veintitrés años cuando lo mataron. Estaba jugando billar y bebiéndose la tercera cerveza, cuando llegaron a

la cantina dos hombres jóvenes, mal encarados, con sombreros que les cubrían las miradas; y uno de ellos le dijo:

“Aquí te queríamos agarrar, Nino... Te dijimos que dejaras en paz a Clara, y ahora le desgraciaste la vida... Y mejor emparentamos con un perro, que con un puerco como vos”.

Herminio cogió el taco de billar por la parte más delgada, para defenderse, pero el primer machetazo lo partió en

dos. Uno de los atacantes se le fue encima, con un cuchillo, y lo hirió en el abdomen; luego, el otro lo hirió en la cabeza.

Cuando Herminio cayó al suelo, agonizando, siguieron hiriéndolo hasta que de su cuerpo solo quedó un amasijo de carne, sangre y huesos regados por toda la cantina. Al final, los asesinos se limpiaron la cara ensangrentada con las manos, escupieron los restos, y se fueron. El mayor de los dos, dijo, antes de salir de la cantina:

“El de ustedes que diga una sola cosa de lo que vieron aquí, se las van a ver con nosotros; pero, antes van a tener que enterrar a toda su familia”.

El cantinero fue el único que tuvo valor para decirles esto a los padres de Herminio. Con la Policía, nadie quiso

hablar.

“Fueron los turcos -les dijo el cantinero-. Ellos lo mataron porque dicen que le desgració a la hermana Clara”.

Los turcos era el apodo de aquellos hombres.

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TIEMPO

Tres meses pasaron, y la vida volvió a la normalidad en la aldea. Doña Herminia y su esposo se resignaron, y dejaron

que pasara el tiempo. Además, ellos ya eran viejos, muy viejos, y la vida que tenían por delante era poca, demasiado poca. Así que “se lo dejaron todo a Dios”.

“¿Le dejaron todo a Dios, doña Herminia?” -le preguntó el agente.

“Así es, mijo”.

“Y ¿ustedes le ayudaron a Dios, por supuesto?”.

“A veces es necesario dar el primer paso, mijo. Dios no debe hacerlo todo él solo”.

“¿Ustedes los mataron?”.

“Como matarlos, matarlos, no, mijo... Solo vimos cómo los mataban... Y en eso no hay pecado”.

“Pero, son ustedes cómplices”.

“No, mijo; cómplices no... Al ver que ustedes no hacían nada, y al ver que esos dos maldecidos andaban por todas partes viviendo la vida a sus anchas, sin que nadie les hiciera nada, pues, nosotros le dimos una ayudadita a Dios... Porque a los

asesinos Dios los castiga...

El problema es que se tarda, y ya ve usted que nosotros somos viejos ya, muy viejos, y no queremos irnos de este mundo sin ver pagar a los que nos hicieron tanto daño”.

“Está usted confesando un crimen, doña Herminia... Bueno, dos crímenes”.

“¿En qué parte dice eso, mijo? Solo estoy platicando con usted... Lo que usted entienda, es asunto suyo”.

“Soy autoridad”.

“Mire, papa, no se me haga el sabio... Aquí entendemos las cosas más de lo que ustedes se imaginan. No porque somos campesinos es que somos brutos... ¿Me entiende? Usted vino a buscar información, y yo platico con usted. Usted tenía la obligación de capturar a los asesinos de mi hijo, y no lo hizo, sabiendo bien quienes eran porque nosotros se lo dijimos bien clarito; y ya que no capturó a los asesinos de Nino, viene aquí buscando a los que castigaron a ese par de malvados... Y se llena el pecho de autoridad”.

La señora hizo una pausa larga, se sentó en un taburete, y dijo: “Dígame, ¿qué va a hacer con lo que ha oído?”.

“Pues, seguir con la investigación”.

“Mire, señor policía -dijo la anciana, levantando la voz-; aquí estamos esperando que la familia de esos maldecidos venga a matarnos, porque así es esa gente... Así que lo mejor es que se vaya de aquí, y si quiere acusarnos de algo, pues, debe estar seguro de que tiene una confesión, o de que tiene pruebas... Mi hijo ya fue vengado, y mi esposo y yo estamos esperando a la Muerte para reunirnos con él... ¿Cree usted que puede impresionarme o asustarme? No, mijo; lo hecho, hecho está, y si ustedes los policías no le hicieron justicia a Nino, ¿qué van a hacer para encontrar a los turcos...? Esos están bajo tres metros de tierra, y en un lugar donde no los encuentra nadie más que el Padre Dios... ¿Me entiende?

NOTA FINAL

Dice el agente que al irse de aquella casa sintió algo helado que le recorría la espina dorsal, y que no quiso mirar

hacia atrás. A dos kilómetros de allí, hizo que se detuviera la patrulla, y se bajó a vomitar el café que se había bebido.

“Ese es un asunto entre Dios y esa gente -dice-; yo no vuelvo a meterme allí ni así me digan que me van a aumentar el sueldo... Por lo pronto, los turcos siguen como desaparecidos...

No creo que encontremos sus tumbas algún día... Esa señora sabía bien lo que me decía; pero, ¿cómo acusarla? ¿Con qué?”.

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