Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El juego macabro

Por desgracia, la tecnología sirve, también, para robar vidas
19.11.2023

Archivo. El archivo criminal de don Jorge Quan parece inagotable. Son muchos los casos con los que ha apoyado esta sección de diario EL HERALDO, y son muchas las cartas que piden casos en los que aparece este estimado amigo. Este es uno de ellos, y lo escribimos, más que como un caso criminal propiamente dicho, como un llamado, como un grito de alerta para los padres que no saben en qué andan sus hijos, y que se dan cuenta hasta que ya es demasiado tarde.

La tecnología ha de ser, en la vida de los seres humanos, una maravilla que ha de acompañarlos hasta el final de los tiempos. Es uno de los grandes logros del hombre, y es parte del día a día, para mejorar las condiciones de vida de muchos, y, desgraciadamente, para llevarse la vida de otros... y llevársela de una forma horrible. Por supuesto, no hay culpa en la tecnología. La culpa es de algunos seres inescrupulosos a quienes les importa más su propio placer y amasar dinero a costa de los inocentes.

“Este es un caso horrible -me dijo don Jorge Quan, con sentimiento-; es uno de esos casos en los que uno, que está curtido en estas cosas, también se conmueve, y llora... Yo, que he visto de todo en mi profesión, sentí mucha pena al conocer este caso. Los padres lloraban, la madre se tiraba al suelo, deshecho su corazón por el dolor, y las maestras y compañeros de Martha lloraban sin consuelo. Y todos comentaban algo en voz baja...”

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“Era una alumna excelente -dijo una de sus maestras-; cuando llamé a sus padres, para decirles que algo raro estaba pasando con la niña, les mostré sus calificaciones, y, debo decirlo, me sentía orgullosa de ella. Era una de mis mejores alumnas. Pero, de repente, cambió por completo. Sus calificaciones bajaron, su conducta se hizo insoportable, y algo peor, no se despegaba nunca del teléfono. Siempre estaba jugando... Cuando la llamamos a Orientación, no nos quiso decir nada. Solo dijo que estaba jugando un juego especial, y que quería ganar, porque se había puesto aquella meta; y porque tenía ya los puntos suficientes para estar entre las primeras...”

“Pero, estás descuidando tus clases” -le dijo la psicóloga del colegio.

“Ya voy a levantar las notas, Lic. -respondió ella-; no se preocupe”.

“Hija -le dijo la psicóloga-, los reportes de tus maestros no son buenos. Has bajado mucho en tus notas, y creo que estás en un problema serio... Lo mejor es que hablemos con tus padres... Los vamos a citar para el próximo lunes”.

“Lic., haga lo que quiera... Yo estoy en algo que es muy importante para mí, y no debería preocuparse tanto... Cuando gane el juego, voy a levantar las notas... Ya va a ver”.

Pero aquellas palabras no convencieron a nadie. Martha jugaba día y noche; estaba con el teléfono todo el tiempo, y apenas comía, no estudiaba, y no obedecía a sus padres. Aquel juego extraño la consumía por dentro y por fuera, y nadie podía hacer nada para que lo dejara. Un día, su padre la amenazó con quitarle el teléfono si no se enmendaba. Ella, como siempre, no le hizo caso.

“Ya casi gano el juego, mamá -le dijo a su madre, una noche en que la señora llegó a su casa, después del trabajo-; cuando lo gane, todo va a estar bien”.

La madre le recordó la amenaza de su papá, y le dijo que ella también estaba de acuerdo, porque era demasiado que solo pasara con el teléfono y con aquel juego, mientras sus notas bajaban y ella misma enflaquecía.

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Martha

Tenía trece años, pero era toda una señorita. Era alta, hermosa y se desarrollaba demasiado rápido para su edad. No había tenido novio nunca; al menos, era lo que dijeron sus padres, aunque, en la autopsia, el médico forense se dio cuenta que ya había perdido la virginidad.

“¿Cómo es posible eso? -gritó el padre-. Martha, ¿vos sabías algo de eso?”

“No -le respondió su esposa, alarmada-; ni siquiera supe si tenía novio... En los últimos días ella se alejó de todos en la casa, y solo pasaba con el teléfono, jugando ese maldito juego...”

“Alguien tiene que saber algo” -dijo el padre.

“Es cosa de investigar a sus amistades, señor -le dijo el agente de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), que estaba a cargo del caso-. Si usted dice que nunca supo que su hija ya tenía relaciones íntimas con alguien, debe ser que ese alguien la manipuló de alguna forma, y eso será parte de la investigación de este caso...”

“¿De qué va a servir eso?” -preguntó la madre, mientras los empleados de Medicina Forense metían el cuerpo en el ataúd.

“Su hija no es la primera víctima de un juego de estos, señora -le dijo el agente-; y, detrás de estos juegos, siempre hay alguien; alguien mayor, que se aprovecha de la ingenuidad de las niñas, y de su pasión casi enfermiza, mejor dicho, de su obsesión, por ganar ese juego... Y, tal vez este sea el caso de su niña”.

En aquel momento, una de las maestras de Martha se acercó al policía, y le dijo:

“Yo he sabido algo de eso, señor... Algo en lo que no creí al inicio... pero que podría ser cierto, y servirles de mucho, si es que hay algo que investigar en la muerte de esta criatura”.

“Y ¿qué es lo que ha sabido, profe?” -le preguntó el agente.

“Una compañera de Martha -dijo la maestra, después de pensar algunos segundos-; una compañera, me dijo que Martha había ganado el juego... ese juego raro en el que se había metido... Y que ganar el juego era todo lo que le importaba a Martha...”

“Ajá”.

“Pues, el premio por ganar el juego era tener relaciones íntimas con alguien...”

El agente esperó un momento antes de preguntar:

“Y, ¿sabemos el nombre de ese alguien?”

“No, señor -dijo la maestra-; lo único que Martha le contó a su amiga es que el premio era tener sexo con alguien; y que ella había ganado ese derecho. Es que estaba tan confundida la niña, que fue presa fácil de algún malvado... Y ese malvado, o sea, ese hombre, le dijo que la vería en un centro comercial... Y se encontraron allí... Martha iba muy bonita, y estaba contenta porque había ganado el juego, y ahora recibiría su premio... ¿Qué era lo que pasaba por la cabeza de esta niña, es algo que no se va a saber nunca, señor; pero, la verdad es que fue al centro comercial donde se citó con aquel hombre, y allí se entregó a él... Era su primera vez, por supuesto, y le contó a su amiga todo lo que pasó en la habitación de una cuartería a la que la llevó aquel hombre; un hombre mayor que ella. Mucho mayor... Al menos, así se lo contó a su amiga”.

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Castigo

Nadie en la casa de Martha supo nada de aquello, hasta que, con el permiso de los padres, su mejor amiga habló con la maestra, esta con la Policía, y la Policía con la mejor amiga. Pero ya era demasiado tarde. Estaban en la funeraria, donde Martha estaba dormida para siempre, dentro de su ataúd, con las manos blancas cruzadas sobre el pecho, con un rosario azul alrededor, vestida de blanco, con un velo, el de su primera comunión, y el rostro pintado, aunque se notaba en él el color de la muerte; ese color pálido y siniestro que se convierte en una máscara para los muertos.

“¿Le dijo el nombre de aquel hombre? -le preguntó el agente a la compañera de Martha.

“Sí; dijo que se llama Samuel”.

“¿Samuel qué?”

“Solo eso. Samuel... Y dijo que vivía en una cuartería, en un lugar al que ella no había ido nunca... Dijo que se vieron en el mall tal y tal, hace un mes, más o menos, y que de allí se fue con él en el taxi para recibir el premio por haber ganado el juego...”

Ahora la Policía tenía una pista. Irían al centro comercial, pedirían los videos de las cámaras de seguridad, y allí encontrarían a Martha, y al hombre que se la llevó de allí... Pero, en aquel momento, nada de eso importaba. Martha estaba muerta, rodeada de flores, de sus compañeros de clase y de sus maestros; la lloraban sus padres y sus hermanos, y un sacerdote dijo que ella ya estaba en el cielo, porque las niñas inocentes como ella iban al cielo inmediatamente después de morir. No pasaban antes por el Purgatorio.

“Si no la hubiera castigado” -decía el papá, lamentándose, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas pálidas y envejecidas.

“Nadie sabía que esto iba a pasar -lo consolaba su esposa, limpiándose su propio llanto-; ella nunca quiso hacer caso...”

¿Qué había sucedido?

Pues, una tarde, mientras Martha jugaba y jugaba en el teléfono, su padre la reprendió, le quitó el teléfono, y le dijo que, mientras no mejorara sus calificaciones, no se lo devolvería. Martha se levantó furiosa del sillón, se fue a su cuarto, y desde allá le gritó a su padre:

“¡No me importa lo que ustedes digan! ¡Yo voy a seguir con mi juego!”.

Nota Final

Martha no cenó esa noche, ni respondió a los llamados de su madre. Al día siguiente, su padre fue a su cuarto para levantarla y que fuera al colegio, pero ella no respondió. Asustado, rompió la puerta. Martha se había ahorcado. Estaba colgado de una viga del techo... Había hecho una cuerda con pedazos de su propia sábana. Solo tenía trece años. Aquel juego macabro se la llevó. La Policía sigue la pista del hombre que se llevó a la niña del centro comercial. Pero, como dice el agente, no tienen nada de qué acusarlo. Ni siquiera de haber abusado de Martha... El papá de la niña piensa de forma diferente...

“Hay quienes no esperan la justicia de los hombres -dijo el agente de la DPI-, y tampoco esperan mucho de la justicia de Dios... Y se toman la justicia por sus propias manos... Por desgracia, es así...”