Nada que ver los cínicos de este tiempo con aquellos fundadores de la Escuela cínica de los griegos.
Allá, durante los siglos III y IV a.C, sus más conspicuos representantes pregonaban que la felicidad venía dada siguiendo una vida simple y que el hombre llevaba en sí los elementos para ser feliz.
Eran irreverentes, exéntricos y tuvo en Diógenes Laercio a su máximo exponente.
Aunque no fue considerada una escuela como doctrina filosófica, el cinismo fue sufriendo con el tiempo una metamorfosis para hacer de la ironía y el sarcasmo su punta de lanza para cuestionar el estatu quo.
En la perspectiva política, sin embargo, el concepto se ha desnaturalizado y adopta un entramado que pone en evidencia lo más bajo del ser humano. Y está asociado al descaro en la mentira. Por supuesto, en nuestros políticos de patio encontramos muchos cínicos y cínicas que se evidencian a medida nos acercamos a las elecciones.
Hay cínicos puros y cínicos aprendices; hay cínicos maduros y hay cínicos patológicos. Todos, empero, son demagogos de primera línea.
En sus arengas públicas buscan convencernos al ofrecer un mundo feliz y cambios transformadores. Son falsos vendedores de ilusiones porque no dicen cómo llevarán esa felicidad ni cómo harán las transformaciones.
El cinismo en la política puede hacer mucho daño si los votantes creyeran fervientemente en sus ofertas y promesas, por eso es válido identificarlos y diferenciarlos de los buenos políticos. El antídoto para enfrentar a estos cínicos de la política es examinar sus conductas públicas, sus relaciones y sus antecedentes. Y reflexionar si son merecedores de nuestra confianza.