En una casita de mala muerte su ocupante anuncia en un rótulo improvisado y peor ortografía: “Pinto casas, limpio cisternas, corto grama, plomería, albañilería, electricidad, boto basura, lavo carros y lo que necesite”.
Especialistas en nada, solo en subsistir, como más de la mitad de la población, en un mundo sórdido y con la prosperidad lejana, para decir con Dostoyevski, que la pobreza agudiza el ingenio.
Cada mañana un hombre recorre en bicicleta parte de Tegucigalpa rastreando guardias de seguridad, gente de limpieza, y cualquier paisano por ahí, porque de cada lado del manubrio cuelga una hielera (irónicamente para conservar el calor), en una lleva café y en la más pequeña leche, por si alguno quiere capuchino -dice- mientras ofrece también semitas, polvorones y marquesotes.
Una señora esperanza su negocio en el gusto irreductible por la comida china. En una moto distribuye en las oficinas, y a quien quiera comprar, arroz frito con trocitos de carne, servido en un plato desechable, tenedor y pan, nada más, ni chop suey ni wantan, no pida gustos. Sobra decir que es un éxito.
Tres muchachos, sin firmar contrato ni venta de acciones, forman sociedad para lavar carros a domicilio. Conocen el calendario de distribución de agua del SANAA por colonias y así visitan a sus clientes, que prefieren aprovechar el día del suministro público. Llevan toallas, franelas, cepillos, cera y un líquido para ennegrecer las llantas. Cobran entre 100 y 120 lempiras, luego se reparten las ganancias y maldicen los días de lluvia.
Entre lunes y sábado una joven mujer deja a sus dos hijos en casa con su madre, y visita cada día una residencia distinta: pone la lavadora mientras barre, trapea, arremete contra la grasa de la estufa y las paredes de la cocina y finalmente saca la mugre a los baños. La paga no es mucha, pero con eso sobrevive. Los domingos va a la iglesia.
Ninguno de ellos está en una micro, pequeña, y ni soñar, mediana empresa; pero participan activamente en una economía que bucea en los barrios, en las pulperías, en los mercaditos, en el mercado, dándole oxígeno a un sector tradicionalmente marginado, que pendula entre la pobreza y la miseria.
Muchos de los que sobrevivían en ese ambiente de economía incierta, ondular y desamparada se animaron aprensivos a incorporarse a la caravana de emigrantes que sorprendió las noticias del mundo, irritó a Donald Trump y desconcertó al gobierno hondureño, y obligó a pensar en ideas urgentes que sofocaran el reclamo contra el desempleo y la marginación.
Una de las respuestas alzó la mano en el Congreso Nacional, la mandó Casa de Gobierno y la aprobaron entre todos; la llamaron Ley de Fomento a la Micro y Pequeña Empresa, y si las cosas funcionan bien, o al menos como calculan, producirá plazas de trabajo para 100 mil o hasta 300 mil hondureños, porque además autorizaron 13 mil millones de lempiras como apoyo al sector.
En otro lugar, firmaron un documento que llaman Política Nacional de Empleo de Honduras, y lo avalaron dirigentes obreros, empresarios, industriales, el presidente de la República, y la Unión Europea, que anuncia 60 millones de euros para esto, digamos unos 1,600 millones de lempiras. La intención, dicen, es abrir 150 mil empleos anualmente.
El papel aguanta. Ojalá funcionara y que muchos consigan una chambita que aproveche esa imaginación de sobrevivencia, o que les dé un poco más que vender cacahuates en las gasolineras, tortillas en las aceras o la dignidad por lo que sea.